Se cumplen cuarenta años de la muerte del pianista Bill Evans, figura capital del jazz del siglo XX
La espigada silueta del artista se aproxima al piano, esquivando
obstáculos, imaginamos, en aquel pequeño club de jazz de Madrid. No hay
material gráfico que registre el evento; apenas quedan la grabación, ya
emblemática, de las piezas que el pianista desgranó impecablemente y los
testimonios de los ávidos espectadores. Lo que se vio en aquellas dos noches (un
par de semanas antes de la Navidad de 1979) en el hoy extinto Balboa Jazz de la
capital española no debió de ser muy diferente a lo que Bill Evans acostumbraba
a ofrecer en los tiempos crepusculares. Su aspecto fiero y decadente, ese
arrimarse exageradamente al piano, la barba poblada y el cabello descuidado habían
disuelto la imagen de catequista riguroso que lo hicieron popular en los años de
excelencia.
Para entonces, los demonios físicos y mentales de Evans estaban a punto de
derrotarlo. La diabetes y una hepatitis crónica agravada por el abuso de las
drogas habían hinchado sus manos de manera ostensible, pero sus dedos
continuaban ágiles, dispuestos como siempre a reproducir ese fraseo suave y
romántico inmediatamente reconocible por los aficionados del género, aunque,
esta vez, envuelto en un halo de oscuridad y ensimismamiento. Para profundizar
en la tragedia, su querido hermano Harry acababa de quitarse la vida. Todo ello
convergía en una actitud distante del pianista que, por supuesto, no interactuó
con el público español en aquellas veladas últimas. Bill Evans quiso apagar el
dolor entregándose a la música y aceptando cualquier oferta laboral; apostándolo
todo, quizás, a esa relación de productiva intimidad con su compañero de tantos
años. Murió nueve meses después.
El tópico obliga a mencionar la conjunción en Evans de dos caminos posibles
que él, aplicado y estudioso, se esforzó en conciliar a su manera. Instruido en
la música clásica, de la que era buen conocedor y notable intérprete, en plena
adolescencia quiso encaminar su vocación hacia un territorio de mayor
expresividad personal. Fueron sesiones de preparación y compromiso; de semanas
enteras encerrado en casa frente al piano. Tiempo después, según admitiría el
propio Evans, “me di cuenta -tenía unos 28 años- de que empezaba a tener la
suficiente habilidad para exponer libremente mis sentimientos a través de
cierto grado de profesionalismo”.
Pronto se integró en el movimiento bebop, animado por una sed creativa que
no lograba saciar con la mera repetición de partituras. De manera igualmente
rápida, abandonó este estilo ya asumida una voz propia. Su tormentosa relación
con Miles Davis a quien acompañó en la gestación del célebre ‘Kind of Blue’
(1959) marca las coordenadas en las que se desarrollaría la carrera de Evans a
partir de ese momento. Pese a sus finas aportaciones a la obra maestra de
Davis, tuvo que lidiar con la desconfianza del resto de los miembros del
sexteto -entre los que se encontraba otra leyenda, John Coltrane-, quienes no
veían con buenos ojos la compañía de un pianista tan alejado del universo
afroamericano.
La cima
La ruptura con Davis, de quien fue siempre amigo, alumbró la aparición de Bill
Evans como actor protagonista de su propia carrera musical que, ahora sí,
comenzaba a ganar altura. Con la formación del famoso trío con Scott La Faro y
Paul Motian, propuso una nueva concepción de este modelo interpretativo, basado
en el diálogo instrumental, con gran protagonismo del contrabajo. Para Evans, este
fue su periodo más importante, que culminaría en 1961 con la edición del
extraordinario ‘Sunday at the Village Vanguard’. Diez días más tarde de la publicación del
disco, La Faro falleció en un accidente de coche.
No sería breve el duelo que atravesó Evans para superar la muerte de su contrabajista.
Aún tuvo por delante veinte años más de carrera, cincuenta discos y
colaboraciones varias (por ejemplo, con Tony Bennett o Monica Zetterlund). Él
siempre manifestó que lo suyo no era talento, sino esfuerzo y estudio. Nunca
abandonó su estilo: ese deslizarse sutil y obsesivo de la melodía por caminos
misteriosos que invita al público a acompañarlo en un viaje tranquilo y lleno
de elegantes matices.
En una conocida conversación televisiva con su hermano, Evans explicó su
concepto del jazz y, de manera más específica, de la improvisación: “Algo que
hay que recordar es que sin importar lo que me haya alejado y cuántas
libertades me haya tomado respecto a una estructura, sólo es libre en tanto
siga siendo una referencia a la forma original estricta; eso es lo que le da
fortaleza”. La ruptura o la fidelidad a lo entregado. La versión musical de
aquel verso de Eliot: “Para destruir el templo es necesario haberlo construido
antes”.
Alguien quiso denigrar su legado llamándolo hilo ambiental o canciones de bar de hotel. No siempre hubo consenso acerca del verdadero peso de su figura en la historia de la música del último siglo. La delicadeza de su obra, por otro lado, transita en paralelo a una biografía plagada de acontecimientos lúgubres. Otro suicidio, esta vez el de su esposa al enterarse de los planes del músico de casarse con otra mujer, trastocó definitivamente su equilibrio y lo animó a entregarse con mayor fervor a las adicciones. Pero esa es otra historia de jazz.
* Artículo publicado el 04 de Septiembre de 2020 en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés