domingo, enero 10, 2021

La obsesión sutil*

Se cumplen cuarenta años de la muerte del pianista Bill Evans, figura capital del jazz del siglo XX

La espigada silueta del artista se aproxima al piano, esquivando obstáculos, imaginamos, en aquel pequeño club de jazz de Madrid. No hay material gráfico que registre el evento; apenas quedan la grabación, ya emblemática, de las piezas que el pianista desgranó impecablemente y los testimonios de los ávidos espectadores. Lo que se vio en aquellas dos noches (un par de semanas antes de la Navidad de 1979) en el hoy extinto Balboa Jazz de la capital española no debió de ser muy diferente a lo que Bill Evans acostumbraba a ofrecer en los tiempos crepusculares. Su aspecto fiero y decadente, ese arrimarse exageradamente al piano, la barba poblada y el cabello descuidado habían disuelto la imagen de catequista riguroso que lo hicieron popular en los años de excelencia.  

Para entonces, los demonios físicos y mentales de Evans estaban a punto de derrotarlo. La diabetes y una hepatitis crónica agravada por el abuso de las drogas habían hinchado sus manos de manera ostensible, pero sus dedos continuaban ágiles, dispuestos como siempre a reproducir ese fraseo suave y romántico inmediatamente reconocible por los aficionados del género, aunque, esta vez, envuelto en un halo de oscuridad y ensimismamiento. Para profundizar en la tragedia, su querido hermano Harry acababa de quitarse la vida. Todo ello convergía en una actitud distante del pianista que, por supuesto, no interactuó con el público español en aquellas veladas últimas. Bill Evans quiso apagar el dolor entregándose a la música y aceptando cualquier oferta laboral; apostándolo todo, quizás, a esa relación de productiva intimidad con su compañero de tantos años. Murió nueve meses después.

El tópico obliga a mencionar la conjunción en Evans de dos caminos posibles que él, aplicado y estudioso, se esforzó en conciliar a su manera. Instruido en la música clásica, de la que era buen conocedor y notable intérprete, en plena adolescencia quiso encaminar su vocación hacia un territorio de mayor expresividad personal. Fueron sesiones de preparación y compromiso; de semanas enteras encerrado en casa frente al piano. Tiempo después, según admitiría el propio Evans, “me di cuenta -tenía unos 28 años- de que empezaba a tener la suficiente habilidad para exponer libremente mis sentimientos a través de cierto grado de profesionalismo”.   

Pronto se integró en el movimiento bebop, animado por una sed creativa que no lograba saciar con la mera repetición de partituras. De manera igualmente rápida, abandonó este estilo ya asumida una voz propia. Su tormentosa relación con Miles Davis a quien acompañó en la gestación del célebre ‘Kind of Blue’ (1959) marca las coordenadas en las que se desarrollaría la carrera de Evans a partir de ese momento. Pese a sus finas aportaciones a la obra maestra de Davis, tuvo que lidiar con la desconfianza del resto de los miembros del sexteto -entre los que se encontraba otra leyenda, John Coltrane-, quienes no veían con buenos ojos la compañía de un pianista tan alejado del universo afroamericano.

La cima

La ruptura con Davis, de quien fue siempre amigo, alumbró la aparición de Bill Evans como actor protagonista de su propia carrera musical que, ahora sí, comenzaba a ganar altura. Con la formación del famoso trío con Scott La Faro y Paul Motian, propuso una nueva concepción de este modelo interpretativo, basado en el diálogo instrumental, con gran protagonismo del contrabajo. Para Evans, este fue su periodo más importante, que culminaría en 1961 con la edición del extraordinario ‘Sunday at the Village Vanguard’.  Diez días más tarde de la publicación del disco, La Faro falleció en un accidente de coche.

No sería breve el duelo que atravesó Evans para superar la muerte de su contrabajista. Aún tuvo por delante veinte años más de carrera, cincuenta discos y colaboraciones varias (por ejemplo, con Tony Bennett o Monica Zetterlund). Él siempre manifestó que lo suyo no era talento, sino esfuerzo y estudio. Nunca abandonó su estilo: ese deslizarse sutil y obsesivo de la melodía por caminos misteriosos que invita al público a acompañarlo en un viaje tranquilo y lleno de elegantes matices.

En una conocida conversación televisiva con su hermano, Evans explicó su concepto del jazz y, de manera más específica, de la improvisación: “Algo que hay que recordar es que sin importar lo que me haya alejado y cuántas libertades me haya tomado respecto a una estructura, sólo es libre en tanto siga siendo una referencia a la forma original estricta; eso es lo que le da fortaleza”. La ruptura o la fidelidad a lo entregado. La versión musical de aquel verso de Eliot: “Para destruir el templo es necesario haberlo construido antes”.

Alguien quiso denigrar su legado llamándolo hilo ambiental o canciones de bar de hotel. No siempre hubo consenso acerca del verdadero peso de su figura en la historia de la música del último siglo. La delicadeza de su obra, por otro lado, transita en paralelo a una biografía plagada de acontecimientos lúgubres. Otro suicidio, esta vez el de su esposa al enterarse de los planes del músico de casarse con otra mujer, trastocó definitivamente su equilibrio y lo animó a entregarse con mayor fervor a las adicciones. Pero esa es otra historia de jazz.

* Artículo publicado el 04 de Septiembre de 2020 en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés

martes, diciembre 29, 2020

Simón*

Casi seis meses llevamos en España con el Covid a cuestas. Eso dicen los portavoces, ojo, porque vaya usted a saber cuándo irrumpió aquí este maldito virus, que, al principio, según nuestros prestigiosos locutores, no era más que una gripe que mataba mucho menos que, por ejemplo, el machismo. El tema ha dado -y sigue dando- para mucho. Los miles de muertos, las residencias contaminadas y la parálisis institucional en pleno rebrote no parecen ser el núcleo de la cuestión en un país acostumbrado a que las voces políticas se revuelvan en debates improductivos, sin aparente relación con los problemas del respetable.

Los partidos y sus cómplices mediáticos han jugado, una vez más, la carta del despiste, aprovechando la pandemia para movilizar los recursos en iniciativas absurdas. ¿Que los sanitarios se quejan de la falta de medios? Pues se los declara héroes nacionales y se programan aplausos desde las ventanas. ¿Que arrecian las críticas? Los bulos. ¿Que se meten con el Gobierno? La ultraderecha que amenaza la sanidad pública. Y, oigan, la estrategia funciona.

Pero, ay, uno echa la mirada al otro lado y ¿qué ve? La nada de Casado, la indecisión de Ciudadanos, el delirio de Vox contra Soros y el “socialcomunismo”. Y los escraches en la casa de Pablo Iglesias e Irene Montero con ese mantra estúpido de “¿qué se siente ahora?”. Y, a medida que pasan los meses y se acepta con resignación la catástrofe económica que está por llegar, unos se tatúan la cara de Fernando Simón mientras otros lo condenan, sin reconocer que este hombre es un empleado que, como todos, deberá rendir cuentas ante sus jefes, es decir, ante nosotros, los de las mascarillas.

* Columna publicada el 02 de Septiembre de 2020 en El Diario Montañés

jueves, diciembre 10, 2020

Rey*


El escritor de columnas, aunque no lo parezca, es un ser humano como los otros, con sus flaquezas, sus filias y su búsqueda de la felicidad. El género de la columna, tan ibérico, ha estado siempre a medio camino entre el análisis riguroso del experto y la divagación más o menos pinturera. David Gistau -fallecido en el mes de febrero de este año- fue uno de los últimos grandes intérpretes de la columna, pero él no la quería lejos del periodismo, sino fiel a la actualidad. Según comentaba, había que evitar el sentarse ante la página en blanco “a ver cómo cito hoy a Schopenhauer”.

España es un lugar propicio para caer en la tentación: el columnista conoce la querencia del país por los temas superficiales y las cuestiones que se resuelven “quedando como Dios”. De ahí que, en plena expansión mundial de un virus misterioso y escurridizo, mientras los contribuyentes se preparan para un futuro de colapso económico, broten temas como los de Juan Carlos de Borbón, anterior jefe del Estado y, hoy, español por el mundo. El escritor de columnas ve asomar el asunto Corinna -la “amiga del rey”- y se activa como un braco al rastro de una perdiz. 

Y es que el espacio es limitado y la columna debe servir para transmitir breves impresiones. ¿Qué decir, a estas alturas, sobre la situación en España? Pues que la monarquía está en un brete; que este “símbolo de unidad y permanencia” decepciona en el peor momento. Y que los otros problemas son los verdaderos problemas: la desordenada vuelta al colegio, como ejemplo de la efectiva destrucción de todos los asideros públicos y privados que hacen nuestra vida soportable.

* Artículo publicado el 19 de Agosto de 2020 en El Diario Montañés

jueves, noviembre 26, 2020

Actos*



Siempre, en algún momento de la vida del creyente adulto, irrumpe la amenazante verdad sobre la naturaleza exacta de la fe: el vínculo con la divinidad no se crea desde el sentimiento o el arrebato místico, sino en el acto de la pura entrega al otro. Si el Eterno así lo dispone, el día de Navidad de este 2020, conmemoraremos el vigésimo quinto aniversario de la muerte de Emmanuel Lévinas, filósofo que escribió sobre el destino del hombre como “guardián de su hermano” y sobre la religión despojada de artefactos esotéricos.

Otra muerte ha venido a despojar al mundo estos días de uno de sus frutos benéficos: en Brasil, falleció el catalán (el español) Pedro Casaldáliga, sacerdote, obispo y poeta. Su biografía describe el itinerario de muchos jóvenes, hijos de familias católicas de gran observancia, que durante la primera posguerra española abarrotaron los seminarios con intenso apetito de misión. Fue el caso también de otros importantes teólogos de la liberación en América Latina, como Ignacio Ellacuría o Jon Sobrino. Todos ellos buscaron a Dios, quizás, en los límites del mundo; en aquellos lugares donde todos los valores se interrumpen o relajan y en los que puede uno acabar santo por la vía rápida.

Sin embargo, los jóvenes que abandonaron Europa para recorrer un camino de Evangelio se encontraron de bruces con el ser humano en su expresión desnuda. De poco valían los tinglados jerárquicos o puramente ornamentales de la religión más ritualista entre los peligros de la muerte y la pobreza. Resultaba impensable limitar la prédica a promesas de una lejana salvación espiritual. Las personas necesitan alimento, higiene, justicia. No sólo de pan vive el hombre, pero pan, que no falte. Casaldáliga y otros tantos empeñaron sus vidas y su esfuerzo en devolver la dignidad a los desposeídos del mundo, enfrentándose, por si fuera poco, a la incomprensión de Roma.

Casaldáliga supo, además, acompañar su obra cristiana, católica, de una pasión literaria que ayuda hoy a comprender al personaje. “No creo en la palabra que adultera./ Yo hago profesión de claridad”, escribía el obispo en ‘El tiempo y la espera’ (Sal Terrae, 1986), como toda una declaración de principios. No es, la suya, una poesía enmarcada en límites académicos o forzada por la pulsión vanguardista. Al contrario, en sus versos, Casaldáliga expresa la plena humanidad de un proyecto religioso. “En la oquedad de nuestro barro breve/ el mar sin nombre de Su luz no cabe”. Y concluye: “Sus manos y Sus pies de tierra llenos,/ rostro de carne y sol del Escondido,/ ¡versión de Dios en pequeñez humana!”.

Esta preferencia personal forja una nueva manera de comprender la utilidad de la fe cuando esta se aplica sobre comunidades que padecen la historia en lugar de hacerla. En ‘Sonetos neobíblicos, precisamente’ (1996) se expresa muy claramente al respecto: “no queremos ser dioses, sino otros./ Queremos ser y hacer hijos y hermanos/ sobre la tierra madre compartida,/ sin lucros y sin deudas en las manos (…) Y en los silencios de la tarde honda/ sentir Tu paso amigo por la fronda/ y el aire de Tu boca en nuestra sien”. Pocas escenas más cargadas de una esperanza escueta, adulta, en la redención del mundo como retorno a la primera experiencia del Edén.

Pedro, Pere, Casaldáliga, obispo emérito de São Fèlix d'Araguia, murió con 92 años, tras una vida de lucha por los derechos de los pueblos indígenas de la Amazonia brasileña. Padeció enfermedades, sufrió amenazas. Se equivocó algunas veces. Nunca pareció ser cínico ni engañarse en la búsqueda de alternativas a su odiado capitalismo: “Ha sido derrotado lo que llamaban el socialismo real que no dejaba de ser una dictadura estatal”.

Con toda seguridad, el Casaldáliga moribundo no se dejó arrastrar por el orgullo de haber conquistado la plenitud de la vida. Quizás, sí por cierta impaciencia, una leve alegría al atravesar el misterio hacia esa otra parte mejor, donde poder ser sin ataduras: “cuanto menos Te encuentro, más Te hallo,/ libres los dos de nombre y de medida”. Descanse en la paz que ha merecido.

* Artículo publicado el 14 de Agosto de 2020 en El Diario Montañés


viernes, octubre 09, 2020

Príncipes fugaces*



Es posible que ocurra en otras disciplinas, pero la literatura parece especialmente predispuesta a alimentar biografías ocultas, acaso dominadas por un misterio indescifrable. No son pocos los escritores que atraviesan su tiempo desde el secreto de una voz que rechazan prostituir en publicidad o en tertulias. En la obra magna y el perfil bajo destacan, claro, Rulfo, Pynchon o Rimbaud. Nuestro Claudio Rodríguez también sabía mucho de cómo la palabra puede volar alto mientras el hombre participa de la cotidianidad sin pretensiones. 

A menudo, al contrario de lo que podrían pensar creadores como Artaud sobre la necesidad de convertir la vida en un poema, la vocación literaria propone un encuentro sencillo entre el autor y la obra; un instante -más o menos duradero- capaz de alumbrar relatos y versos con fondo humano. Resulta complicado no pensar aquí, por ejemplo, en Antoine de Saint-Exupéry, autor de ‘El Principito’, cuya trayectoria parece desdibujarse en una niebla tenaz frente a la popularidad de su novela.

Y eso que Saint-Exupéry tuvo una vida llena de aventuras. Es conocida su faceta de aviador en varios continentes, así como sus viajes de periodista -también a la España de nuestra Guerra Civil- y su exilio en Estados Unidos tras la ocupación alemana de Francia. Es famosa también su muerte, su desaparición, pilotando en un vuelo de reconocimiento sobre las tropas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial.

Que el rastro de Saint-Exupéry se perdiera de esta forma a la vez heroica y enigmática, ahonda en el misterio que destila ‘El Principito’; en ese encuentro -¿exterior o interior?- entre el aviador perdido y el niño que desprecia y cuestiona todos los supuestos valores de la civilización. De algún modo, el autor llega más hondo a la hora de relatar sus experiencias, sus accidentes y peripecias, en este cuento íntimo, sólo infantil en apariencia, que penetra en las mentes adultas como un filo inquisidor. Ya saben: “las personas mayores son incapaces de comprender algo por sí solas y es muy fastidioso para los niños darles explicaciones una y otra vez”.

* Artículo publicado el 14 de Agosto de 2020 en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés

lunes, septiembre 21, 2020

Estatuas*

 


Las movilizaciones identitarias y, en teoría, bienintencionadas que proliferan hoy en Occidente nos traen, vez tras vez, nuevas estrategias militantes que parecen extraídas de una imaginación lunática. Al fin y al cabo, la utopía es, precisamente, un eterno posponerse que nunca termina por acontecer; un simulacro, más o menos eficaz (más o menos cruel), de dogmáticos que no admiten contestación. Por eso nos las prometíamos tan felices hasta la llegada de este nuevo compromiso escandalosamente infantil. La utopía es el final del camino; el dominio sin críticos. Una locura.  

La plasmación de las utopías y distopías en la literatura y el cine parten habitualmente de un instante (explícito o a través de la elipsis) de absoluta destrucción; una catástrofe a la que pocos sobreviven con el cuerpo y la mente intactos. La civilización perece por su mala cabeza y todo cae sin que nadie lo pida.

La realidad, sin embargo, es mucho más canalla. A menudo, la destrucción se erige como una etapa necesaria en la búsqueda del paraíso. La revolución alimenta en sus defensores la idea de inminencia: todo va a pasar aquí y ahora y tú, feligrés, tienes una misión que cumplir. Así, apenas cuesta trabajo subirse a una escalera para derribar estatuas. ¿Qué importan la reflexión o la capacidad de las comunidades de elegir en paz sus referentes? La fuerza del cambio es imparable y todos deben asumir la violencia del envite, su desmesura.

¿Todos? No. Unos blanden el martillo y otros observan el formidable espectáculo. Algunos pocos, sin embargo, se muestran respetuosos con las estatuas y atan bufandas de equipos de fútbol en el cuello de piedra de los dioses. Para el caso, es lo mismo.

* Columna publicada el 5 de Agosto de 2020 en El Diario Montañés

jueves, septiembre 10, 2020

Poesía con rostro humano*


Hay una poesía que respira a este lado del paraíso. Hay una poesía que rechaza las ensoñaciones metafísicas, el susurro ocasional de las musas, para atenerse a la realidad del mundo; a su humana contundencia. El poeta, a veces, prefiere desvestir su mirada y compartir con todos la canción que le brota como un talento de misterioso origen. Las palabras pueden volverse entonces música y pasar de un lugar a otro en diferentes voces para ser dichas por gentes que desconocen al autor y que no saben de sus virtudes o miserias, sus dudas o sus amores. Ese confundirse del poema en la voz del pueblo; ese trasladarse del papel a la calle como una herramienta con muchos usos es también poesía.

En sociedades deprimidas por la inacción de sus gobernantes, o directamente victimizadas por escuadrones de asesinos, la función del poeta es distinta, sin duda, a la puramente academicista. América Latina, por ejemplo, ha representado en el siglo XX el arquetipo del territorio infeliz. Dictaduras militares y guerrilleras, narcotráfico y terrorismo, vuelos de la muerte, madres y abuelas exigiendo en las plazas la justicia que a sus vástagos les fue negada. Expolio a manos llenas y corrupción a destajo. ¿Cuál era el lugar, entonces, del poeta? ¿Qué verso podría componer a pocas calles del horror?    

Mario Benedetti cumpliría cien años el próximo 14 de septiembre. Murió hace más de diez. Parece mentira, sin embargo, que su voz se apagase hace tanto tiempo y que su biografía no alcanzara para contemplar esta época última, tan colmada de peligros. La palabra de Benedetti es hoy revivida por lectores nuevos que continúan acudiendo a su obra para encontrar el sentimiento por lo cercano. Porque el amor, quiere decirnos Benedetti, no es una esperanza sino un acto: “… si dios fuera mujer no se instalaría/ lejana en el reino de los cielos/ sino que nos aguardaría en el zaguán del infierno/ con sus brazos no cerrados/ su rosa no de plástico/ y su amor no de ángeles…”.

Amor y política

El amor o la política son fórmulas para ser humanos, y su práctica detecta la sinceridad y el embuste; el bien del mal. Benedetti plantea una separación amarga y maniquea entre “ustedes y nosotros” (título de uno de sus célebres poemas); acaso esa querencia sectaria -de la que echa mano el poeta para estimular en su continente el crecimiento de una sociedad distinta - es lo que más cabe reprocharle. ¡Ay, el dogma que ha nublado la mente y el corazón a tantos escritores!  

En una controversia pública con Mario Vargas Llosa en 1984, este achacaba a Benedetti y a otros intelectuales latinoamericanos de izquierda el haber convertido sus posiciones políticas “en un elemento fundamental del subdesarrollo” con su empeño en evitar cualquier camino distinto al puramente marxista para la liberación de sus países. Vargas Llosa acusa a Benedetti de silencio y complicidad con la dictadura castrista a lo que el uruguayo opone que el autor de ‘La fiesta del Chivo’ se inserta hoy en la trinchera contraria, obsesionado con la idea de que “Carpentier o Neruda resulten más culpables de nuestras miserias que la United Fruit o la Anaconda Copper Mining”.

La interesante trifulca literaria, de altura y elegancia en el tono imposibles hoy de reproducir en nuestro fango político patrio, expuso los límites morales de toda una generación de creadores cuya trayectoria poética estuvo trágicamente ligada al destino de sus países. Muchos muertos, no obstante, para limitar la toma de posiciones públicas a los análisis abstractos. Exiliado y, posteriormente, “desexiliado”, resulta complicado exigir mesura en un territorio donde todo esfuerzo por construir estados democráticos dignos estuvo (y está) condenado a caminar por el cadalso.

Pedazos de mundo

Mientras tanto, supo el poeta recoger los pedazos del mundo que se iba rompiendo para recomponerlos en forma de canciones y poemas. Versos suyos fueron contados y cantados por artistas como Isabel Parra o Daniel Viglietti, que aproximaron el mundo ‘benedettiano’ a los no adeptos a la poesía en papel. Los admiradores de la obra de Mario Benedetti aprovecharon siempre la voz del poeta para construirse un código ético y estético que les permitiera transitar por el siglo con cierta garantía de disfrute y amor propio. La poesía del uruguayo es acogedora y no exige del lector un bagaje previo de referencias académicas.

Benedetti propone una poesía capaz de aunar la lucha por la justicia social con la reivindicación de una felicidad posible. Lejos quedan las renuncias sacrificiales de los revolucionarios que, como Moisés, pretendían morir a las puertas de la tierra prometida sin conseguir pisarla nunca. El amor como refugio individual va más allá del compromiso: “… aspiro a que tu suerte de nuevo me rescate/ del frío y de la sombra…/ del tedio y el combate”. 

Pero es la persona en primer término, en lucha o en lugares privados, nunca una herramienta sin alma que avanza en trincheras o en selvas: “… un sencillo respeto por terceros o cuartos/ ese percance de ser buena gente...”. Para que eso suceda, dice Benedetti, es imprescindible el compromiso por el cambio hacia sociedades más justas, más igualitarias.

Evidentemente, resulta absurdo acudir a la obra de Mario Benedetti para extraer un programa de acción política. Lo suyo es otra cosa; una manera de acompañar al lector en las diversas fases de su vida. Pese a todo lo que puede separarnos de sus ideas y sus querencias -a pesar de la indignación por determinados silencios o juicios- aún puede conservarse hoy el sentido de su obra, que no es otro que el ser humano en camino hacia su dignidad: “cantamos porque el grito no es bastante/ y no es bastante el llanto ni la bronca/ cantamos porque creemos en la gente/ y porque venceremos en la derrota”.

* Artículo publicado el 24 de Julio de 2020 en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés