Pienso en María algunas veces. No tan a menudo como debiera, pero eso no me convierte en un hijo de puta. Simplemente estoy aquí y ahora. No sería soportable otro problema más, otro peso en la conciencia. Además, han pasado ya cinco años; no puedo estar colgado de este tema toda la vida.
De todas formas, no es lo mismo tener treinta que treinta y cinco años. Es una diferencia abismal. Yo lo sé, pero a menudo, actúo como obviando ese dato. Me creo aún mis propias mentiras. Es posible que, ni si quiera en este momento, sea consciente de la pérdida.
Hoy he llegado tarde al trabajo. Me entretuve en el bar de Simon, hablando con los muchachos. Son buena gente. Como pago, el jefe me ha obligado a quedarme hasta tarde ordenando y limpiando. No se lo echo en cara. Anda y que le jodan. Que les jodan a todos.
Sé que la gente piensa que soy un hombre solitario y taciturno. Lo soy ahora. Antes no. ¡Vive Dios que no!. Han sido las circunstancias, claro.
Cuando pienso en María no lloro. No merece la pena. Sería una representación, nada serio. Apenas gasto tiempo en fijar su imagen de hace años, en recordar la última vez que nos vimos. Es un recuerdo triste, homicida. Pocos días antes, María estaba exultante, con aquel vestido azul de flores y su pelo rubio recogido en una coleta. Nunca estuvo tan hermosa. Y luego, en pocas horas, en aquella clínica siniestra, su belleza se difuminó por los azulejos hasta desaparecer. ¿Era posible que una orden mía impusiera realidad sobre su cuerpo? ¿quién era yo? Un fantoche que robó su amor, un cerdo inconsciente de sus limitaciones.
Yo era Marlon Brando. No digo que me pareciera a él o que tuviéramos una misma predisposición al éxito. Yo era Brando. Había visto en el cine de verano “La ley del silencio”. No tuve dudas. Ése era mi camino. Mantuve mi ilusión en secreto, sin compartirla con nadie. Ni siquiera María se percató. Yo, como un plan maestro, llevé mi vida con total normalidad, sin dejar espacio para la sospecha. Me casé con María. Compré una casa. Adopté la imagen del perfecto obrero, hijo de obreros. Esperaba, como espera el rapaz a la presa, cuidándome de no ser descubierto. Pero, poco a poco, el tiempo se fue echando encima. Dejé la fábrica. No puedo decir que fuera una decisión valiente. Más bien una absurda huida hacia delante. Siendo Brando no podía temer una conspiración del mundo contra mí. Siempre aguardé una solución repentina que ordenara mi vida y fijara mi papel en esta historia. Sabía lo que tenía que hacer. Volví a casa aquella noche del 8 de mayo de 1965. María estaba especialmente risueña. No me percaté de nada durante la cena. Después, hicimos el amor. Me quedé un rato tumbado en la cama mientras María iba a la cocina a por un vaso de agua. Pensé en decírselo: “María, te dejo, me voy a Nueva York para ser Brando, para cumplir con mi destino”. No lo hice. Vacilé. María llegó y lo soltó de golpe: “Estoy embarazada”. No reaccioné enseguida, sino que continué sobre la cama, con un cigarro en la mano. No la miré. “No dices nada”. Mis palabras salieron solas: “Aborta; yo me voy”. María se lanzó sobre mí y comenzó a golpearme. Agarré sus manos y la aparté. “Me voy mañana, María, lo tengo decidido. Voy a Nueva York. Seré actor. No creo que quieras seguirme en esta aventura. Puedes tener el niño, claro, pero eso sólo te traería complicaciones. No hace falta que convirtamos esto en una gran putada para los dos”.
Del resto de la conversación no recuerdo casi nada. María me insultó, por supuesto. Me acusó de cínico, de haberme aprovechado de ella sabiendo que la iba a dejar, de no quererla, de convertir su vida en algo horrible. Yo traté de tranquilizarla: le dije que me ocuparía de todo. “Hay un especialista en Lancaster, puede hacerlo casi gratis y sus resultados son siempre satisfactorios”. Convencí a María de que podría empezar una nueva vida. Nadie tendría por qué enterarse. Conocería a algún muchacho que la querría de verdad, un buen esposo y padre. “¿Lo has entendido?”. María asintió con la cabeza.
Nueva York de noche es una gran tumba. Las calles parecen acoger al vagabundo, estrecharlo contra sí, consolando en el fracaso, asegurando el silencioso descanso de los triunfadores. Los edificios muestran una amenazadora presencia. Voy caminando lentamente. Son las tres de la madrugada. Mañana entro temprano a trabajar. Nada se mueve excepto algunos merodeadores que aguardan. Estoy muy cansado. Pienso en María, tumbada en una cama después de que aquel especialista hiciera su trabajo. No me habló ni una sola vez. Fui a llevarle flores. Las dejé junto a su cama. Me despedí.
Hace ya cinco años. Ahora subo las escaleras de mi portal, llego a la puerta de mi estudio. La luz no funciona. Tengo que llamar para que la arreglen. Yo sabía pescar. Quizás, de haberme quedado con María, habría enseñado al niño o la niña a pescar en el río. Imagino a María preparando pastel de manzana y a algún chiquillo nervioso correr a abrazarla: “¡mamá, tengo un pez!”. No queda leche en la casa. Tomaré un poco de vino. Un hogar. Río. Bromas del destino, una vida como otra. Ni siquiera pierdo mucho tiempo en esto. Cuando tengo ganas de llorar, me muerdo el labio hasta hacerme daño.
3 comentarios:
Sr. Acamus, se está superando cada día...
Hola! Me ha gustado. Dominas el microrrelato (les suele pasar a los poetas). Marina
creo que ya está todo dicho. me ha gustado mucho lo que has escrito. ¡es fantástico!. gracias por tu comentario. nos veremos más veces.
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