viernes, junio 26, 2009
Spoiler
La cámara queda suspendida en un plano medio del docente. Oímos pájaros tras las ventanas. No es un efecto sonoro. El sonido es en directo. El campus está lleno de árboles.
Quizás el capitalismo, comienza el profesor, debe actuar construyendo oasis en su proyecto de avalancha. Se lo traga todo, no respeta nada; pero sabe que no puede justificarse en términos filosóficos, en términos humanos.
El profesor comienza a pasearse por el aula. La cámara lo sigue.
Estos oasis, lejos de representar una amenaza para el capitalismo global, le son necesarios, ya que su condición de falsos clavos ardiendo (inofensivos, en definitiva) sugieren que el ser humano aún está lejos de confundirse con la simple fórmula de oferta-demanda; que es posible, en un futuro hipotético, subvertir el estado de las cosas y dar con vías humanas de desarrollo y organización.
Algunos alumnos toman notas; otros prefieren dibujar gestos de interés y concentración.
Pongamos el ejemplo del amor. Sin duda, la mayoría de ustedes ha perdido el tiempo en sus trabajos alguna que otra vez. Risas en el aula.
El amor. El gran Otro imaginario: lo que evita la deshumanización completa; aquello que parece desviarse de la lógica del Capital… Yo les digo: no se dejen engañar; No caigan en la desmovilización que representa el amor. No se conviertan en aburridos miembros de la clase media intelectual, que disfrutan de las películas de Woody Allen, y gastan su tiempo (lo pierden) con esa patraña tan útil a los opresores.
Huelga decir que el profesor es un radical. Posiblemente, ahora en la pantalla se proyectan imágenes de mítines, debates, tertulias y manifestaciones, con las que nos podríamos hacer una idea de su personalidad, dejando, por supuesto, su discurso como voz en off.
Antes de que concluya, volvemos a verle ante su auditorio. El silencio es respetuoso y profundo. La cámara se va alejando de él, sale del aula y recorre los pasillos de la facultad sorteando a alumnos y profesores, miembros del equipo de limpieza y turistas. Llega a la zona de los despachos (quizás se podría dejar la voz del profesor como banda sonora de este momento). Se detiene ante una puerta. Puede leerse en ella el nombre del profesor. Entramos (evidentemente no abrimos la puerta, sino que la imagen se corta y aparecemos de pronto en el interior del despacho). Lentamente, la cámara escudriña cada rincón: las estanterías llenas de libros de filosofía política, fotografías con otros miembros del claustro, diplomas en la pared (el joven profesor es, a su temprana edad, toda una eminencia académica) de cursos en el extranjero (Estados Unidos, Alemania, Italia). Hay un cierto desorden: la mesa y las dos sillas del despacho están ocultas por pilas de expedientes, exámenes corregidos y sin corregir y folios de toda clase. Sobre ellos, una planta (sin flores) y figuritas de dioses hindúes y budas utilizados como pisapapeles. La cámara realiza un movimiento suave pero rápido que nos lleva al centro del escritorio, donde descansa un papel de color crema, fácilmente distinguible de los otros folios (blancos). Es una carta. La voz del profesor (que ha continuado con su lección en todo este tiempo) se diluye, sustituida por una melodía lenta y triste (ma non troppo) que va dominando la escena. La cámara no recorre todas las líneas de la carta. Opta por elegir las más significativas. Por ejemplo, el autor (una mujer, Paloma) y el destinatario: el profesor; frases:
Yo también creí que esto podría funcionar. Lo creí de veras…
…y esta falta de continuidad…
¿Qué es el amor? ¿Podemos distinguirlo de la amistad? ¿Puedes tú?
Siempre voy a quererte, pero ahora me voy lejos. Lejos de ti, lo siento. Pero, también lejos de mí…
Una firma: Tuya, Paloma.
Parece que el círculo se completa, pero debemos indicar que la carta ha sido leída muchas veces (el papel está arrugado, incluso presenta manchas de grasa). También el profesor ha escrito sobre ella. Hay frases subrayadas, anotaciones que no podemos traducir, dibujos en los márgenes: un coche, caras, números de teléfono. La cámara llega hasta la ventana. El sol ilumina el jardín del campus, que va llenándose poco a poco de gente (parejas, jóvenes en bicicleta, alumnos que estudian bajo los árboles). La pantalla se ennegrece. Volvemos al aula (lo que pone fin al plano secuencia). El profesor ha concluido su lección magistral entre aplausos. Recoge las cosas mientras los alumnos van saliendo. Mira por la ventana. Un coche avanza lentamente por la carretera del campus. Al joven profesor se le tuerce el rostro. El vehículo se detiene frente a su edificio. La puerta se abre. La cámara enfoca al zapato de tacón rojo que acaba de asomar. Corte rápido. Fin.
jueves, junio 18, 2009
Preludio De Una Existencia Normal (Escena)
1) Un hombre de unos cuarenta y cinco años, al que llamaremos A.
2) Un joven de aspecto desaliñado, al que llamaremos B.
Luz débil. Sobre la mesa, una botella de vino casi vacía, sin etiqueta. Dos vasos a medio consumir.
A: Quiero decir que es la mejor forma de hacerlo. Ése es el tema: la ecuación, ¿comprendes? Que yo no soy una buena persona. Así vamos eliminando tópicos. Mi idea, la idea central, ha sido sobrevivir fácilmente. Luego no tiene nada que ver con la bondad, ni con esas supercherías sensibleras. El pobre niño bueno, no sé si me entiendes, el que se queda en el rincón, el asmático, el de las gafas. Sería demasiado simple. También existen niños que matan gatos o apedrean lagartijas, ¿sabes? No es tan sencillo, desde luego. ¿Cuál es la fórmula? Yo creo que es mejor así. De lo contrario, uno acaba por creerse el cliché. Y, si uno cree en su propia bondad, acabará por creer en cualquier estupidez. Una cosa va detrás de otra. Primero la bondad y esa promesa de paraíso para los buenos. No hay más que asomarse a la ventana y respirar la calle. No hay un tesoro al final. Lo sabe cualquier niño de teta. Lo sabe todo el mundo. No digas que no. Creo que estoy siendo franco, ¿no? Me estoy atreviendo a decirlo. No es tan corriente asistir a algo así. Es como una revelación. Es un desahogo, eso por descontado.
B: Claro.
A: He querido sobrevivir fácilmente.
B: Sí.
A: Y eso no es bueno. Es cobarde y no es bueno.
B: Ya lo sé, pero usted…
A: ¿Qué vas a saber tú?
B: Bien; me refiero a que usted está siendo muy valiente al afrontar…
A: … no digas que…
B:… usted no se miente. Eso es bueno.
A: Yo me miento siempre. ¿No me has escuchado? Digamos que esto es una revelación, ni siquiera lo he preparado. Quiero decir que no he estado pensando en ello, ¿sabes? Me estoy burlando de mi carácter ahora mismo.
B:…
A: Mañana volveremos a las mismas.
B: Bueno, todo por partes. Es decir, usted hoy ha dado un gran paso.
A: ¿Qué cojones de…?
B: Que sí.
A: Nada, no te has enterado de nada.
B: Mañana se despertará de mejor humor.
A: No sabes de lo que hablas.
B: Hoy es un punto de inflexión.
A: Nada.
miércoles, junio 17, 2009
Cerrado
- Vas a acabar comiéndome los huevos.
Los dos hombres se miraban. El mayor se balanceaba suavemente a un lado y a otro, mientras cambiaba su navaja de mano. El más joven había cogido una silla y la blandía contra el viejo.
- ¡Ven aquí!… ¡Ven!
El viejo borracho se lanzó contra el joven. La punta de la navaja, utilizada como un ariete, pasó rozándole el hombro. El viejo se derrumbó sobre una de las mesas del bar.
- Niñato…
El joven aprovechó para golpearle antes de que se levantara. Lo hizo con furia. Saltaron astillas. Le había reventado una ceja.
- ¡Hijoputa!, ¡Hijo de la gran puta!
El viejo vomitó, mientras el rostro se le empapaba de sangre.
La chica seguía chillando, abrazada por el dueño del bar: un tipo gordo y grasiento.
- Quieta... Quieta, tesoro-, le había dicho.
Ahora el joven sujetaba la silla, manchada con restos de cabello y sangre del viejo que se arrastraba desorientado.
- Ya puedes soltarla-, dijo mirando al dueño del bar.
Los lacayos del viejo se acercaron. El joven levantó la silla otra vez.
- No crees que te va a ser tan sencillo- dijo uno de ellos.
El joven lo sabía. Retrocedió. Se colocó entre dos mesas, empequeñeciendo así el espacio para que tuvieran que atacarlo de uno en uno.
- ¿Quién va a ser el primero en quedarse sin un ojo?
Los matones vacilaron, pero sin que esa pausa pareciera claudicación o duda. Se mantuvieron firmes en su amenaza.
- Nos quedamos con tu chica, si no quieres salir de ahí.
- Tócala un pelo, y te mato.
Se rieron. Uno de ellos fue a echar el cierre al local. Primero las cortinas y luego la puerta. Puso el cartel de “Cerrado”. El joven siguió con la mirada los pasos del tipo por todo el bar. Respiró hondo.
- Mirad, sólo queremos marcharnos.
Debieron de percatarse de que estaba flaqueando, porque se acercaron un poco.
- ¿Quieres irte ahora que empezamos a conocernos? Además, debes disculparte con Ramón.
El joven miró al viejo. “Así que Ramón”, pensó. También pensó en el padre de Sara. No le había hecho gracia la idea del viaje. Pero acabó por aceptarlo cuando ella montó una escena en la que apeló a la libertad y a la opresión que sentía en la casa familiar. Ramón se había sentado en una esquina del local. Alguien estaba inclinado junto a él y le hablaba al oído. La sangre caía a borbotones, y la hinchazón de la ceja le había cerrado el ojo. Miraba al joven con un gesto indiferente.
Lanzaron una botella contra el joven, que fue a estrellarse contra la pared. Los esbirros de Ramón se lanzaron contra él, aprovechando la confusión.
Lo golpearon en el estómago y en la cara, mientras otro le arrebataba la silla.
- Dale, dale.
Sara se retorcía en brazos del gordo.
Sujetaron al joven y lo sacaron del hueco donde se había refugiado. Lo colocaron delante de Ramón. Los dos rostros desfigurados por los golpes se encontraron. Ramón no parecía darse cuenta de nada.
- Igual deberíamos llevarlo al hospital.- dijo uno.
- Venga, Ramón, dile algo a ese cabronazo.
Pusieron música. El viejo estiró la mano, buscando a tientas el rostro del joven. Estaba pálido.
- Suéltale una hostia, Ramón.
El desmayo de Ramón revolucionó al bar. Abrieron las cortinas y las ventanas. La luz del atardecer entró a golpes. Cogieron a Ramón entre cuatro y lo sacaron. Sara se acercó al joven, que se dolía en el suelo.
- Se van, cariño. Vamos.
Sara se echó el brazo del joven por encina del hombro y salieron del local. Nadie se percató de la huida. Caminaron un centenar de metros hasta dar con el coche. Se montaron.
- Creo que tengo una costilla rota.
- Hay que aguantar hasta Madrid.- dijo ella- ¿Crees que podrás?
- Sí, sí.
Arrancaron. La noche se había posado entera sobre el pueblo. Oyeron gritos y Sara miró por el retrovisor. Un grupo se acercaba a ellos corriendo. Dirigió su mirada hacia delante. No iban a cogerlos. Era imposible. Puso la radio y aceleró.