- Vas a acabar comiéndome los huevos.
Los dos hombres se miraban. El mayor se balanceaba suavemente a un lado y a otro, mientras cambiaba su navaja de mano. El más joven había cogido una silla y la blandía contra el viejo.
- ¡Ven aquí!… ¡Ven!
El viejo borracho se lanzó contra el joven. La punta de la navaja, utilizada como un ariete, pasó rozándole el hombro. El viejo se derrumbó sobre una de las mesas del bar.
- Niñato…
El joven aprovechó para golpearle antes de que se levantara. Lo hizo con furia. Saltaron astillas. Le había reventado una ceja.
- ¡Hijoputa!, ¡Hijo de la gran puta!
El viejo vomitó, mientras el rostro se le empapaba de sangre.
La chica seguía chillando, abrazada por el dueño del bar: un tipo gordo y grasiento.
- Quieta... Quieta, tesoro-, le había dicho.
Ahora el joven sujetaba la silla, manchada con restos de cabello y sangre del viejo que se arrastraba desorientado.
- Ya puedes soltarla-, dijo mirando al dueño del bar.
Los lacayos del viejo se acercaron. El joven levantó la silla otra vez.
- No crees que te va a ser tan sencillo- dijo uno de ellos.
El joven lo sabía. Retrocedió. Se colocó entre dos mesas, empequeñeciendo así el espacio para que tuvieran que atacarlo de uno en uno.
- ¿Quién va a ser el primero en quedarse sin un ojo?
Los matones vacilaron, pero sin que esa pausa pareciera claudicación o duda. Se mantuvieron firmes en su amenaza.
- Nos quedamos con tu chica, si no quieres salir de ahí.
- Tócala un pelo, y te mato.
Se rieron. Uno de ellos fue a echar el cierre al local. Primero las cortinas y luego la puerta. Puso el cartel de “Cerrado”. El joven siguió con la mirada los pasos del tipo por todo el bar. Respiró hondo.
- Mirad, sólo queremos marcharnos.
Debieron de percatarse de que estaba flaqueando, porque se acercaron un poco.
- ¿Quieres irte ahora que empezamos a conocernos? Además, debes disculparte con Ramón.
El joven miró al viejo. “Así que Ramón”, pensó. También pensó en el padre de Sara. No le había hecho gracia la idea del viaje. Pero acabó por aceptarlo cuando ella montó una escena en la que apeló a la libertad y a la opresión que sentía en la casa familiar. Ramón se había sentado en una esquina del local. Alguien estaba inclinado junto a él y le hablaba al oído. La sangre caía a borbotones, y la hinchazón de la ceja le había cerrado el ojo. Miraba al joven con un gesto indiferente.
Lanzaron una botella contra el joven, que fue a estrellarse contra la pared. Los esbirros de Ramón se lanzaron contra él, aprovechando la confusión.
Lo golpearon en el estómago y en la cara, mientras otro le arrebataba la silla.
- Dale, dale.
Sara se retorcía en brazos del gordo.
Sujetaron al joven y lo sacaron del hueco donde se había refugiado. Lo colocaron delante de Ramón. Los dos rostros desfigurados por los golpes se encontraron. Ramón no parecía darse cuenta de nada.
- Igual deberíamos llevarlo al hospital.- dijo uno.
- Venga, Ramón, dile algo a ese cabronazo.
Pusieron música. El viejo estiró la mano, buscando a tientas el rostro del joven. Estaba pálido.
- Suéltale una hostia, Ramón.
El desmayo de Ramón revolucionó al bar. Abrieron las cortinas y las ventanas. La luz del atardecer entró a golpes. Cogieron a Ramón entre cuatro y lo sacaron. Sara se acercó al joven, que se dolía en el suelo.
- Se van, cariño. Vamos.
Sara se echó el brazo del joven por encina del hombro y salieron del local. Nadie se percató de la huida. Caminaron un centenar de metros hasta dar con el coche. Se montaron.
- Creo que tengo una costilla rota.
- Hay que aguantar hasta Madrid.- dijo ella- ¿Crees que podrás?
- Sí, sí.
Arrancaron. La noche se había posado entera sobre el pueblo. Oyeron gritos y Sara miró por el retrovisor. Un grupo se acercaba a ellos corriendo. Dirigió su mirada hacia delante. No iban a cogerlos. Era imposible. Puso la radio y aceleró.
miércoles, junio 17, 2009
Cerrado
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario