Fue todo el asunto de la cabeza del oso,
suspendida en el aire, amenazas
que se evaporan al fijarlas
ingenuamente en un instante.
Sabía que las fórmulas repercuten siempre
y que nunca se dan por vencidas y el ozono
y los atascos como un humo constante.
Una atmósfera de Frank Miller,
el escudo que la ciudad dispone
frente al ojo enverdecido del extraño,
o las horas que aún quedan para la noche,
que ha de ser insumisión.
Un negro sale de su coche
e insulta a otro conductor
y da patadas en sus ruedas
mientras chilla en inglés y jura y repite
algo sobre la muerte y los testículos.
La mujer orgullosa, al volante, sin volverse nos dice:
“Welcome to New York City”
y todo cobra un sentido irónicamente primaveral,
un sabor a calabaza.
Se había dejado crecer el cabello
y las dos damas lo miraban
con el ceño fruncido: “¿De dónde ha dicho que es?”
“Oh, es un buen lugar, créanlo”,
y la conversación decae
hasta casi extinguirse en un leve murmullo insustancial,
esa amenaza inconcreta que aún no es abismo
pero sobrevive, tras mucho tiempo esperando .
La fugaz sucesión de nombres
y de modales escondidos. Las mujeres ríen
y abren tanto la boca
que dejan a la vista el chocolate pegado al paladar.
“Mi querido amigo, ¿qué hace aquí?
¿por qué ha venido?
Se le ve a la legua. Es usted transparente, joven”.
El paisaje se nutre de miradas
vacías, que ven pero piensan
si no sería mejor dejar de lado el tiempo
y actuar. Pero está seguro de no haber
cogido el chiste, a pesar
del evidente tono abyecto,
sobra decir, las costras entre los comportamientos
más excéntricos y el poco respeto.
No quiere pensar en caricias, pero comprende…
“¿Y por qué llegó ella?
¿Qué es lo que usted no le pudo dar?”
Y él sonríe y, por fin, cree encontrarse
sobre terreno sólido.
“Nosotros no actuamos de esa manera,
señoras, nunca nos hemos preocupado
por la literatura femenina”.
“Pero ¿y Woolf? ¿Y Pizarnik? ¿Y Zambrano?”
(La mujer dibuja en su rostro un gesto de admiración).
“Lo comprendemos, ¿verdad? En mis tiempos eso era imposible”.
Largas avenidas, siempre hay niños y muchachos
con diferentes extremidades, y modelos alemanas, con un extraño
parecido a Johanna Wokalek.
Y Dios sabe
de la testaruda presencia del té
y el tabaco, y el incienso, si
se piensa largamente en ello, sin excesiva profundidad.
“¿Qué va a decirle?”
“Oh, yo nada, nada”.
Las dos damas, grandes y felices,
conocen el perdón, después de todo,
del indecente uso de la geografía
para referirse a un estado de ánimo.
“Mi hijo dejó a los cerdos. Se ha levantado y no será
más que un operario, un mecánico”.
Él se siente observado con ojos maternales.
“¿Se alimenta bien? Coja un pastel, cariño. Mi marido
se queja de este invierno largo. Lo dice todo
el tiempo”.
Y el mareo llega de improviso, como una marea
y cierra los ojos el hombre a solas. Las gordas
susurran: “Pobre, míralo, está agotado”.
Surgen las promesas del acero. La brujería
entre manteles, cómoda por el humo.
Dios sabe,
sí, Él sabe lo que podría dar a cambio
por estar tapado hasta los ojos
en la cama de alguna habitación europea.
“Voy a serles sincero, señoras,
esto es un arma”.
Y señala a su bolsa de viaje.
“¿De verdad? ¿Podemos tocarla?”
Él se frota las manos.
“Yo he venido. Eso es todo”.
“Oh, lo sabemos. Será importante”.
Por supuesto, la satisfacción
es un sentimiento exagerado
para este momento.
suspendida en el aire, amenazas
que se evaporan al fijarlas
ingenuamente en un instante.
Sabía que las fórmulas repercuten siempre
y que nunca se dan por vencidas y el ozono
y los atascos como un humo constante.
Una atmósfera de Frank Miller,
el escudo que la ciudad dispone
frente al ojo enverdecido del extraño,
o las horas que aún quedan para la noche,
que ha de ser insumisión.
Un negro sale de su coche
e insulta a otro conductor
y da patadas en sus ruedas
mientras chilla en inglés y jura y repite
algo sobre la muerte y los testículos.
La mujer orgullosa, al volante, sin volverse nos dice:
“Welcome to New York City”
y todo cobra un sentido irónicamente primaveral,
un sabor a calabaza.
Se había dejado crecer el cabello
y las dos damas lo miraban
con el ceño fruncido: “¿De dónde ha dicho que es?”
“Oh, es un buen lugar, créanlo”,
y la conversación decae
hasta casi extinguirse en un leve murmullo insustancial,
esa amenaza inconcreta que aún no es abismo
pero sobrevive, tras mucho tiempo esperando .
La fugaz sucesión de nombres
y de modales escondidos. Las mujeres ríen
y abren tanto la boca
que dejan a la vista el chocolate pegado al paladar.
“Mi querido amigo, ¿qué hace aquí?
¿por qué ha venido?
Se le ve a la legua. Es usted transparente, joven”.
El paisaje se nutre de miradas
vacías, que ven pero piensan
si no sería mejor dejar de lado el tiempo
y actuar. Pero está seguro de no haber
cogido el chiste, a pesar
del evidente tono abyecto,
sobra decir, las costras entre los comportamientos
más excéntricos y el poco respeto.
No quiere pensar en caricias, pero comprende…
“¿Y por qué llegó ella?
¿Qué es lo que usted no le pudo dar?”
Y él sonríe y, por fin, cree encontrarse
sobre terreno sólido.
“Nosotros no actuamos de esa manera,
señoras, nunca nos hemos preocupado
por la literatura femenina”.
“Pero ¿y Woolf? ¿Y Pizarnik? ¿Y Zambrano?”
(La mujer dibuja en su rostro un gesto de admiración).
“Lo comprendemos, ¿verdad? En mis tiempos eso era imposible”.
Largas avenidas, siempre hay niños y muchachos
con diferentes extremidades, y modelos alemanas, con un extraño
parecido a Johanna Wokalek.
Y Dios sabe
de la testaruda presencia del té
y el tabaco, y el incienso, si
se piensa largamente en ello, sin excesiva profundidad.
“¿Qué va a decirle?”
“Oh, yo nada, nada”.
Las dos damas, grandes y felices,
conocen el perdón, después de todo,
del indecente uso de la geografía
para referirse a un estado de ánimo.
“Mi hijo dejó a los cerdos. Se ha levantado y no será
más que un operario, un mecánico”.
Él se siente observado con ojos maternales.
“¿Se alimenta bien? Coja un pastel, cariño. Mi marido
se queja de este invierno largo. Lo dice todo
el tiempo”.
Y el mareo llega de improviso, como una marea
y cierra los ojos el hombre a solas. Las gordas
susurran: “Pobre, míralo, está agotado”.
Surgen las promesas del acero. La brujería
entre manteles, cómoda por el humo.
Dios sabe,
sí, Él sabe lo que podría dar a cambio
por estar tapado hasta los ojos
en la cama de alguna habitación europea.
“Voy a serles sincero, señoras,
esto es un arma”.
Y señala a su bolsa de viaje.
“¿De verdad? ¿Podemos tocarla?”
Él se frota las manos.
“Yo he venido. Eso es todo”.
“Oh, lo sabemos. Será importante”.
Por supuesto, la satisfacción
es un sentimiento exagerado
para este momento.
2 comentarios:
enorme. y ligero. y denso. y enorme.
Gracias, Aurora. Un besazo.
Publicar un comentario