Usted me había prometido las cosas de mi padre. No se entretenga. No me explique nada. Abra los armarios. Reconozca que mi paciencia ha sido ejemplar. Yo sólo tengo recuerdos de películas por ver, de capítulos otoñales. Las horas impregnadas de cómodas secuencias ¿Va a esperar una confirmación? ¿No se da cuenta de que cualquier variación dará al traste con todo? Como en un desierto en el que aparecen niños que buscan juegos y encuentran reptiles. Y nadie sabe quién los ha traído, a quién pertenecen. Déjelas ahí, sobre la cama. Escuche, no se trata de algo personal. No voy contra usted. Pero dispongo de tiempo suficiente, creo, y prefiero pensarlo todo, rumiarlo despacio, aunque sé que eso no va a llevarnos a ninguna parte. Quizás es mejor que se mantenga a distancia y me observe mientras hago malabarismos y juegos de manos. Prometo no molestar demasiado, pero exijo que escuche mis quejas, mis lamentos alguna que otra vez. Y deberá convencerme de los cambios de presidentes y del tiempo raudo que se nos escapa. Yo fingiré aceptar su condición de sabio. Asentiré muy serio a sus proclamas. La fidelidad juega su papel también aquí y ahora. Será usted mi dueño y señor ¿Lo ha comprendido? Y yo no haré nada por agradarle.
viernes, agosto 20, 2010
domingo, agosto 15, 2010
Me Hablaban De Zombies
No tardé en darme cuenta. Eso, al fin y al cabo, puede ser considerado como una ventaja. Es decir, no escudarse en las coordenadas propias y ser capaz, al menos, de reconocer. Lo he sido (creo que lo he sido). Y aprecio, y me doy cuenta de los silbidos, la tranquilidad que brinda la esperanza. Las carreras endiabladamente nerviosas de los niños, las regañinas de sus padres desde un equilibrio maduro y responsable. Las familias que aún pueden acomodarse y crecer y servir de apoyo. Es un salón amplio, en un centro comercial. Inmediatamente, se contemplan escenas repetidas, como extraídas de un molde cultural que no necesita renovarse porque sigue funcionando sin atascos. Carros de la compra, niños entretenidos con algún juguete regalado a tiempo para callarlos. Los altavoces escupiendo música. Pueden inventarse cientos de historias rocambolescas, llenas de fantasía y crueldad. Pero, ¡sería tan evidente nuestro desprecio a lo real, nuestra ceguera! Prefiero, hoy, la fotografía al retrato en este tema: la posibilidad de contentarse con la aceptación de una imagen o representación que parece extraña ante nuestra visión encenizada por el sarcasmo. Ya es en sí bastante truculenta la costumbre como para poblarla de miedos ridículos, de personajes inventados. Cuando, al contrario, es en lo sano y liso donde aparecen los monstruos; en lo más sereno y limpio, en adecuada respuesta hacia el mundo.
domingo, agosto 08, 2010
El Sacrificio
Resume José Ramón Busto Saiz, jesuita y profesor universitario de exégesis del Antiguo y Nuevo Testamento en su librito de introducción a la Cristología, la “teoría” teológica de San Anselmo sobre la Redención, formulada en el siglo XI:
“Según esta explicación de S. Anselmo, que expongo de una manera rápida, el pecado del hombre causa una ofensa infinita a Dios. Puesto que el hombre es un ser finito y limitado, no puede reparar una ofensa infinita, porque las ofensas se miden por la categoría del ofendido. Es preciso un ser que sea infinito para satisfacer el honor ofendido de Dios, con lo cual Dios tiene que encarnarse, a fin de constituir ese ser infinito que repare la ofensa infinita hecha. Y tiene que encarnarse, porque, al haber sido cometida la ofensa por el hombre, tiene que ser reparada también por el hombre. Jesús muere y merece con su muerte la reconciliación de Dios, porque repara esa ofensa infinita, toda vez que la muerte de Jesús es un sacrificio que tiene un valor infinito por ser la muerte de un ser infinito. Así nos salva Jesús”.
Frente a esta lectura de la muerte del Nazareno, Busto Saiz opone una teología moderna (la suya), mucho más acorde con los ánimos de nuestros contemporáneos, según la cual, Jesús aparece en la historia como un luchador por la Justicia y la Libertad de los oprimidos y al que los Poderes de este mundo (Roma y el Templo de Jerusalén) no pueden digerir, por lo que deciden eliminarlo. La Redención se concreta, pues, en la respuesta finalmente adecuada de la Creación hacia su Señor. Dios ha vencido porque su Amor ha sido más grande que el miedo, la opresión y la muerte.
Si bien, en mi opinión, el estudio del Nuevo Testamento deja entrever lo confuso de su tratamiento de este tema (si el de Jesús es un Sacrificio Redentor, lo es involuntariamente, puesto que los que lo sacrifican ignoran que se trata de un sacrificio), me interesa mucho más actualmente la teología de San Anselmo a este respecto. Porque, efectivamente, si leemos con atención los evangelios, es indudable que Jesús insiste en que su Sangre sirve para borrar el Pecado del Mundo (idea mucho más crudamente expuesta en las cartas de San Pablo). Y pienso que la formulación de los textos del NT buscan deliberadamente introducir esta tesis en las mentes de los primeros creyentes: El sacrificio de Jesús por sí mismo limpia el pecado. A continuación, Dios apuesta por el caído y lo resucita. Pero el “hecho en sí”, la muerte del Nazareno, redime. Esto resulta incómodo para los más progresistas dentro del cuerpo teológico de la Iglesia Católica. No me extraña. Es muy duro pensar que la divinidad necesita la sangre de un inocente para eliminar culpas.
Hace un tiempo, intercambiando opiniones (un tanto violentamente) con un cristiano no adscrito a ninguna iglesia en concreto (y que ahora, tristemente, ya no está entre nosotros), descubrí una interpretación novedosa: Para él, no es que Dios necesitara la muerte de un inocente para redimir Su Creación, sino que era el ser humano quien, para destruir el sentimiento de culpa debía creer que la Sangre de Jesucristo era “suficiente” para limpiar su conciencia. Era un fenómeno psíquico inevitable.
Me dejó sorprendido esta lectura. No estoy seguro de compartirla en lo que se refiere a la interpretación de la fe cristiana, pero me parece muy perspicaz en lo que tiene de exposición desnuda del comportamiento de la mente humana.
“Según esta explicación de S. Anselmo, que expongo de una manera rápida, el pecado del hombre causa una ofensa infinita a Dios. Puesto que el hombre es un ser finito y limitado, no puede reparar una ofensa infinita, porque las ofensas se miden por la categoría del ofendido. Es preciso un ser que sea infinito para satisfacer el honor ofendido de Dios, con lo cual Dios tiene que encarnarse, a fin de constituir ese ser infinito que repare la ofensa infinita hecha. Y tiene que encarnarse, porque, al haber sido cometida la ofensa por el hombre, tiene que ser reparada también por el hombre. Jesús muere y merece con su muerte la reconciliación de Dios, porque repara esa ofensa infinita, toda vez que la muerte de Jesús es un sacrificio que tiene un valor infinito por ser la muerte de un ser infinito. Así nos salva Jesús”.
Frente a esta lectura de la muerte del Nazareno, Busto Saiz opone una teología moderna (la suya), mucho más acorde con los ánimos de nuestros contemporáneos, según la cual, Jesús aparece en la historia como un luchador por la Justicia y la Libertad de los oprimidos y al que los Poderes de este mundo (Roma y el Templo de Jerusalén) no pueden digerir, por lo que deciden eliminarlo. La Redención se concreta, pues, en la respuesta finalmente adecuada de la Creación hacia su Señor. Dios ha vencido porque su Amor ha sido más grande que el miedo, la opresión y la muerte.
Si bien, en mi opinión, el estudio del Nuevo Testamento deja entrever lo confuso de su tratamiento de este tema (si el de Jesús es un Sacrificio Redentor, lo es involuntariamente, puesto que los que lo sacrifican ignoran que se trata de un sacrificio), me interesa mucho más actualmente la teología de San Anselmo a este respecto. Porque, efectivamente, si leemos con atención los evangelios, es indudable que Jesús insiste en que su Sangre sirve para borrar el Pecado del Mundo (idea mucho más crudamente expuesta en las cartas de San Pablo). Y pienso que la formulación de los textos del NT buscan deliberadamente introducir esta tesis en las mentes de los primeros creyentes: El sacrificio de Jesús por sí mismo limpia el pecado. A continuación, Dios apuesta por el caído y lo resucita. Pero el “hecho en sí”, la muerte del Nazareno, redime. Esto resulta incómodo para los más progresistas dentro del cuerpo teológico de la Iglesia Católica. No me extraña. Es muy duro pensar que la divinidad necesita la sangre de un inocente para eliminar culpas.
Hace un tiempo, intercambiando opiniones (un tanto violentamente) con un cristiano no adscrito a ninguna iglesia en concreto (y que ahora, tristemente, ya no está entre nosotros), descubrí una interpretación novedosa: Para él, no es que Dios necesitara la muerte de un inocente para redimir Su Creación, sino que era el ser humano quien, para destruir el sentimiento de culpa debía creer que la Sangre de Jesucristo era “suficiente” para limpiar su conciencia. Era un fenómeno psíquico inevitable.
Me dejó sorprendido esta lectura. No estoy seguro de compartirla en lo que se refiere a la interpretación de la fe cristiana, pero me parece muy perspicaz en lo que tiene de exposición desnuda del comportamiento de la mente humana.
Si mi difunto interlocutor tenía razón, el cristianismo es la única cura para el mundo neurótico en el que habitamos y los evangelios serían el reflejo más agudo del carácter del hombre. Un ser que, en consecuencia, es capaz de ser feliz pensando que otra persona (en este caso, “El Gran Otro”) ha pagado por sus culpas.
Yo no soy psiquiatra, ni psicólogo y, por lo tanto, no estoy capacitado para analizar esto detalladamente. Me faltan herramientas conceptuales con las que trabajar este embrollo. Diré, de todas formas, que tal y como yo lo veo (basta, pienso, observar alrededor) el sacrificio o, al menos, un conato de sacrificio (una idea falsa sobre él) está al orden del día en nuestras sociedades. ¿Cuánta gente cree realmente renunciar a algo por alguien? El sacrificio en este caso es un auténtico asesino de dudas. Situándose en el artificial dilema de: “Fulanito me importa pero me importa más Menganito y saco a pasear el hacha sacrificial y me libro de Fulanito”, es decir, dando el aspecto de crudeza a una elección se disipan muchas nieblas emocionales y se puede empezar a funcionar con la alegría que da el haber renunciado a algo: es un salto al vacío que ha justificado.
No existe el sacrificio. Es un señuelo que esconde la nada moral, la cobardía de no saber enfrentar una realidad incómoda: verse incapaz del amor y de la entrega sin que, por algún lado, aparezca el dolor como ingrediente indispensable del potaje sentimental. Y es curioso porque el sacrificio no es tal, pero se busca y, una vez encontrada su idea falsa, se niega y se culpabiliza al sacrificado (“él/ella se lo buscó”). ¿Es posible que nuestra felicidad dependa de una destrucción ajena; una destrucción no sólo física sino de todo lo que una vez lo rodeó y significó algo y que ahora derruimos hasta en la memoria?
¿Y si esto es lo que somos?
domingo, agosto 01, 2010
Elle Fut Repatriée Convenablement
Hay en la biografía de Arthur Rimbaud (el poeta-cliché aclamado por la juventud rebelde y con espinillas) escrita por Enid Starkie (y publicada en español por Siruela), un episodio al que no se le da la importancia que merece y al que yo, por el contrario, catalogaría como esencial para comprender la psicología del autor francés. A saber, un Rimbaud de 30 años, alejado por completo de la literatura, y dedicado a las más variopintas profesiones (entre ellas, la de traficante de armas y, quizás, también de esclavos), se encuentra en Adén (Yemen) a donde ha regresado desde Harar (ciudad etiope) “con una mujer abisinia, probablemente una esclava”, según dice Starkie (página 498), con el firme propósito de convertirla en su esposa. Para ello, decidió enviarla a la misión francesa de la zona para que recibiera una educación. No obstante, en octubre de 1885, aprovechando los preparativos para un viaje, Rimbaud decide devolverla a su país “haciéndole entrega de algún dinero”. En efecto, “Se la repatrió de manera adecuada”. Es decir, para casarse, el ex poeta decide comprar una esclava y cultivarla a su gusto. Es interesante.
Pero detengámonos un momento y aceptemos que el Rimbaud “importante” es aquel adolescente bello y feroz que deambulaba por el lado salvaje de la vida en compañía de un patético Verlaine. Recordemos que el Rimbaud inmortal es el de “Una estación en el Infierno”, el de las “Iluminaciones”; el rebelde y manirroto joven súper dotado que llevó la literatura a un enfrentamiento deicida y que se consumió inexplicablemente cuando cumplió los veinte años.
Aunque tampoco tan inexplicablemente. Las fantasías exóticas que el poeta de Charleville desgranó en sus libros; su deseo de aventuras y experiencias plasmado en sus poemas, obtuvieron la recompensa en forma de realidad: Rimbaud abandona el ejercicio literario “a la edad en la que otros empiezan” y se pone en camino, optando por dotar de verdad sus ensueños juveniles. Y viaja. Y se arriesga. Hasta aquí todo bien. Es, incluso, digno de admiración. No todos son tan valientes. Casi nadie lo es, de hecho.
Pero el destino del poeta, lejos de conducirlo en palmitas hacia el triunfo del aventurero, lo sumerge en una sucesión de experiencias fallidas, accidentes, enfermedades, asesinatos, dudosa moralidad y terrible soledad. Lo que parecía oro en la mente; esperanza de un burgués asqueado por serlo, se convierte en una pesadilla tenue, no absolutamente insoportable, pero que lo mina poco a poco y destroza los cimientos de su legendaria inteligencia. Rimbaud desaprende su vida en una catastrófica elección que, finalmente, lo lleva a añorar la existencia que pudo ser: la del triunfo incontestable, ya tan terriblemente lejos antes de cumplir los treinta.
Y compra una esclava… Leyendo las penalidades del poeta, sorprende que, en ningún momento, se le pasara por la cabeza la idea de regresar a Francia (donde sus libros comienzan a ser conocidos y reverenciados por una corte de fanáticos que desconocen al autor) para tomar las riendas de su destino literato y/o sedentariamente burgués, conocer a alguna joven de “buena familia”, de delicados modales y formar una familia con muchos niños; convertirse en el príncipe de los poetas o en un simple funcionario. Sigue siendo un salvaje e, incluso, su búsqueda de “normalidad” está jalonada de comportamientos lunáticos. Todo se convierte en algo feo cuando lo toca Rimbaud. Y él se da cuenta de ello. Y más tarde enferma y muere sin haber construido su vida tal y como la pensó de joven. Sólo quedan sus libros como testimonio refinado de un fracaso. Él, durante los años previos a su muerte, se incomoda cuando le recuerdan su pasado de “niño prodigio” de las letras. No es para menos. Rimbaud sabe lo que ha ocurrido y lo que no (que es aún más grave y doloroso). Como dijo en uno de sus poemas, una vez sentó a la belleza sobre sus rodillas y la insultó. Recogió una amarga siembra. Finalmente, no pudo sino continuar con la farsa, llevarla hasta el más penoso extremo, en la soledad profunda de quien se sabe perdido. Fue su opción. Nunca pudo deshacerse de ella. ¿Lo quiso de veras?
Pero detengámonos un momento y aceptemos que el Rimbaud “importante” es aquel adolescente bello y feroz que deambulaba por el lado salvaje de la vida en compañía de un patético Verlaine. Recordemos que el Rimbaud inmortal es el de “Una estación en el Infierno”, el de las “Iluminaciones”; el rebelde y manirroto joven súper dotado que llevó la literatura a un enfrentamiento deicida y que se consumió inexplicablemente cuando cumplió los veinte años.
Aunque tampoco tan inexplicablemente. Las fantasías exóticas que el poeta de Charleville desgranó en sus libros; su deseo de aventuras y experiencias plasmado en sus poemas, obtuvieron la recompensa en forma de realidad: Rimbaud abandona el ejercicio literario “a la edad en la que otros empiezan” y se pone en camino, optando por dotar de verdad sus ensueños juveniles. Y viaja. Y se arriesga. Hasta aquí todo bien. Es, incluso, digno de admiración. No todos son tan valientes. Casi nadie lo es, de hecho.
Pero el destino del poeta, lejos de conducirlo en palmitas hacia el triunfo del aventurero, lo sumerge en una sucesión de experiencias fallidas, accidentes, enfermedades, asesinatos, dudosa moralidad y terrible soledad. Lo que parecía oro en la mente; esperanza de un burgués asqueado por serlo, se convierte en una pesadilla tenue, no absolutamente insoportable, pero que lo mina poco a poco y destroza los cimientos de su legendaria inteligencia. Rimbaud desaprende su vida en una catastrófica elección que, finalmente, lo lleva a añorar la existencia que pudo ser: la del triunfo incontestable, ya tan terriblemente lejos antes de cumplir los treinta.
Y compra una esclava… Leyendo las penalidades del poeta, sorprende que, en ningún momento, se le pasara por la cabeza la idea de regresar a Francia (donde sus libros comienzan a ser conocidos y reverenciados por una corte de fanáticos que desconocen al autor) para tomar las riendas de su destino literato y/o sedentariamente burgués, conocer a alguna joven de “buena familia”, de delicados modales y formar una familia con muchos niños; convertirse en el príncipe de los poetas o en un simple funcionario. Sigue siendo un salvaje e, incluso, su búsqueda de “normalidad” está jalonada de comportamientos lunáticos. Todo se convierte en algo feo cuando lo toca Rimbaud. Y él se da cuenta de ello. Y más tarde enferma y muere sin haber construido su vida tal y como la pensó de joven. Sólo quedan sus libros como testimonio refinado de un fracaso. Él, durante los años previos a su muerte, se incomoda cuando le recuerdan su pasado de “niño prodigio” de las letras. No es para menos. Rimbaud sabe lo que ha ocurrido y lo que no (que es aún más grave y doloroso). Como dijo en uno de sus poemas, una vez sentó a la belleza sobre sus rodillas y la insultó. Recogió una amarga siembra. Finalmente, no pudo sino continuar con la farsa, llevarla hasta el más penoso extremo, en la soledad profunda de quien se sabe perdido. Fue su opción. Nunca pudo deshacerse de ella. ¿Lo quiso de veras?
Dibujo de Paul Verlaine. 1872
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