Es un día, como otro
cualquiera, para pensar la muerte. Lejos de aparecerse como un motivo para la cháchara y la exhibición sentimental, exige silencio y campanas,
recomposición de las seguridades. De pronto, golpea como una ventana
mal cerrada en plena corriente.
Casi ochenta personas murieron
ayer en Santiago de Compostela.
También se fue un amigo
al que no veía desde hace algún tiempo. Sus cosas permanecen en el mundo, como una mueca contra el
consuelo.
Su número en mi teléfono,
su ropa en la casa. Su olor, probablemente, en todas partes.
No hablaré de la
tristeza, no hay nada que decir. La muerte establece las coordenadas
que infantilizan cualquier decisión y cualquier acto. Convierte una
escena frívola en densa eternidad. La promesa, en un vacío. Todo
esto ya se ha dicho antes.
Antes, digo, cuando la fe imponía
silencio y campanas. Y vestidos negros. Y velas que encender junto a
un lecho ordenado. Esa intensidad de la tierra que reclama su parte,
la impertinencia de la metáfora, que siempre se queda corta. Entonces había amarras.
La juventud, que hace de
la tumba un sueño. ¿Qué decir?
La muerte se exhibe
mientras una pareja se besa en una terraza o los niños juegan en un
parque. Nada se le resiste y el arte no funciona.
Nadie puede aprender del
silencio. Esa paradoja que nos define.
Y lo más cruel. Todo está
donde debe. “Dentro la vida y la muerte/ la nieve cae
incesantemente” (Santôka).
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