Paseo por mi ciudad bajo el sol. Camino, mientras
pienso en comprar un libro y en la feria de arte contemporáneo que he visto el
día anterior. Puedo permitírmelo. El mundo se derrumba y nosotros nos
enamoramos. Esquivo turistas en pantalón corto y peleo contra la parte de mí
que intenta convencerme de que nada merece respeto. Voy ganando. Reflexiono. Nada
me impide establecer una conexión entre creación y verdad. El arte puede
salvarnos. Negar la muerte. Esconder el mal. Ese tipo de cosas.
He llegado demasiado tarde a la librería y me la
encuentro cerrada. No importa. Hace sol. En mi ciudad, la irrupción del sol es
un acontecimiento esperado que nunca decepciona. Hay muchos turistas, perdidos,
mapa en mano. Intento pasar a su lado de la manera más rápida posible. Pienso
en una cerveza fría o en un refresco sin gas. Aún no sudo, pero no tardaré.
Pienso, con alegría, que negar el arte, su valor, es
el retorno a las plantaciones de algodón. Rancho y un lecho de paja, como paga
suficiente de aquí a la tumba. Me gusta el argumento. Es otro modo de posar la
mirada. Comprender desde una perspectiva diferente. Emocionarse, indagar,
sentir asco. Todo vale. Todo es bueno. Hace sol y trato de aprovechar mi último
día libre. Hoy me siento orgulloso.
Soy joven todavía. Pienso en ello desde tierra firme,
sin sentirme amenazado por la realidad, cruda e inmisericorde, de la tierra. La
libertad fue, primero, abandonar el campo para, a continuación, luchar contra
la fábrica. Esperar, en definitiva, que tus hijos tengan mejor suerte. Hoy ya
se ha matado a Dios y se sobrevive con ciertas dosis de cinismo y una presencia
moralista y cursi en las redes sociales. Un amanecer decepcionante, si quieren.
No es éste el asunto.
En esa cosmovisión tiene cabida el arte, que es,
sobre todo, un juego alimentado con tinta de periódico. Todo lo que no sirve es
bien recibido. El deporte, la opinión y las ruedas de prensa de cualquier
subsecretario. Siempre la promesa contra nosotros.
El arte sirve para alejar al pobre. Eso lo sabe todo
el mundo. Una sensibilidad que nace del discurso y se desarrolla y cumple años
al abrigo del banquero. No es poca cosa. Luego, esos albores del siglo XX, que
alumbraron al artista solo, convencido de tener algo que decir. Como todos
nosotros.
Pero, de pronto, una pareja de ancianos llega con su hija en silla de
ruedas. Algún tipo de parálisis cerebral. Me cruzo con ellos justo en el
momento en que la mujer se inclina y susurra a la niña: “hoy tenemos gazpacho”.
Suena a fiesta. Quizás es su plato favorito o, simplemente, algo bueno. Me
pregunto qué tipo de discurso, de creación, de performance, de poema, de obra
de arte, puede superar a un gesto cotidiano, de quien promete un futuro próximo
de alimento y frescura. Creímos que el arte era fuego, un violento terremoto o
una herramienta para el cambio político y social. Hoy es una página más del día
a día, acaso más cruel, por cuanto supone jugar a la sofisticación, a la
revuelta, desde una sala.
Nuestra época se caracteriza por el cierre de las
puertas. El arte no existe. O es repetición, o un grito que no llegan a su
destinatario. No puede competir. Nunca ha sido más que propaganda. No se eleva hasta el amor y juega al deicidio.
Estamos muy lejos de casa. He caminado demasiado
rato. Ahora siento sed. El sol continúa furioso en las alturas. Me reconforta
pensar que puedo estar, de nuevo, equivocado.
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