Lo diré dogmáticamente:
el futuro cercano que presenta ‘Her’, la última película de Spike Jonze, es el
más creíble que he contemplado en una pantalla de cine. Durante sus dos horas
de metraje, lo acepto todo, desde la evolución del ‘gafapastismo’, en la
austera propuesta de Joaquin Phoenix, al modus vivendi que diseñamos: la
soledad del individuo, únicamente paliada por torpes promesas de ocio y
tecnología. Considerando que el argumento de la cinta expone la mejor de las vidas
posibles, imagínense lo que puede ser de este mundo en unos pocos años.
Siendo, como es, una
obra excelente, no es, sin embargo, el de Jonze un descubrimiento. Muchas
películas de ciencia ficción abordan el futuro desde la perspectiva del hombre
solo, envuelto por una cotidianidad claustrofóbica. Piensen en ‘Blade Runner’,
‘2001…’, o ‘Hijos de los hombres’. Como para echarse a temblar. Pero, ‘Her’ no
explora los asuntos teóricamente más amenazadores para la supervivencia de
nuestra especie. En su previsión no cabe, por ejemplo, la moralina sobre el
cambio climático, la pobreza o la discriminación sexual. Es un escenario liberal,
en el que se da una vuelta de tuerca a la marginación del ser humano, provocada
por una sociedad que ha eliminado cualquier posibilidad de proyecto
colectivo.
Mucho habría que decir
sobre la despersonalización que se nos presenta. Desde el empleo del
protagonista (escribe cartas de amor por encargo) al asunto central: el
sentimiento y sus límites. O, más bien, cómo las mujeres y los hombres, por muy
sumidos que estén en el aislamiento, utilizan su instinto para establecer lazos
sentimentales donde sólo parece haber frialdad y abandono.
Pero no me interesa
hablar de eso ahora. O no directamente, al menos. Habrá otros que lo hagan con
mayor conocimiento de causa. Lo interesante, para mí, es reconocer el trayecto
que nos lleva a ese futuro, aparentemente tan alejado de la educación teórica
que recibimos desde la infancia. Como treintañero, mi caso no es diferente al
de otros individuos de mi generación: en España somos hijos de aquéllos que
vivieron su juventud bajo una dictadura. A escala occidental, son los herederos
del 68, de París a Berkeley, de México a Praga. Nuestros padres alcanzaron una
culta madurez y nos regalaron pinceladas de educación progresista, con cierto
aroma nostálgico a la revolución que no pudo ser. Pienso, a menudo, en el
cambio que ellos no tuvieron en cuenta. Ocurre siempre, pero, en nuestro país,
ha sido un salto mayúsculo, casi mortal. La época concluye en egoísmo y naciones,
a pesar de sus cuidados. Si el mundo de Spike Jonze nos parece impersonal,
¿esperaremos a la muerte en Crimea?
Reflexiono sobre todos
estos asuntos y me llega la noticia, el susurro, de la jubilación del eurodiputado
por Los Verdes Daniel Cohn-Bendit, a los 69 años. Entre guerras y crisis, en
mitad de la enésima resurrección de los nacionalismos europeos, el que fuera ‘Dany
el rojo’, uno de los principales portavoces del ‘Mayo francés’, se aleja sin
hacer ruido, como si el futuro no le prometiera un espacio libre para su
palabra.
Soy consciente de las
suspicacias que despiertan aún los antiguos líderes de la protesta estudiantil.
Cohn-Bendit ha sido demasiadas cosas en una sola vida. Anarquista, primero, izquierdista
(‘gauchista’), después. Revolucionario, en un principio, y demócrata
ecologista, al final. Cómodo en su piel de animal político, renunció al adoquín
y abrazó el escaño, justo cuando las barricadas comenzaban a ser más leyenda
que opción. Otros fueron más radicales en su cambio de máscara. Si no, que se
lo pregunten a Glucksmann.
En mi adolescencia, la
lectura de ‘El gran bazar’ y ‘La revolución y nosotros, que la quisimos tanto’,
dos libros casi antagónicos, luminosamente escritos por Cohn-Bendit, fueron mis
primeros, y más divertidos, contactos con el hecho político. Ambos son textos
optimistas, que tratan de convencer de la posibilidad del cambio. Pero ‘El gran
bazar’, publicado en 1975, contiene aún los ingredientes radicales. Más allá de
las páginas de la polémica -se le acusó mediáticamente de pederastia por su relación
con los niños del jardín de infancia izquierdista que dirigía, algo que se me
antoja desmesurado-, el autor expone su pensamiento, igualmente crítico con el
capitalismo y el comunismo soviético. Habla de ‘su’ mes de mayo, hace la
autocrítica por su papel de vedette durante la revuelta y narra su viaje a
Israel y Alemania, una vez expulsado de Francia.
Casi diez años después,
reconvertido en compañero de viaje de Los Verdes, entrevista a varios líderes
estudiantiles de los 60 para un programa de televisión, experiencia de la que
nacerá el segundo libro. El panorama es desolador. Desde melancólicos como
Abbie Hoffman o Jean-Pierre Duteuil, a los liberales renacidos, Jerry Rubin o
Rob Stolk, todos muestran la derrota encajada por un sistema demasiado fuerte
que no se tambaleó por las banderas rojas, ni por la reivindicación de Mao en
el corazón de Europa. Las conversaciones con terroristas arrepentidos como
Hans-Joachim Klein, aportan mayor tristeza, si cabe, a un relato del que
únicamente Joschka Fischer parece salir indemne. Cohn-Bendit y él reflexionan
sobre los límites de la lucha callejera y reclaman un espacio entre la clase
política. Ésa es su conclusión. Han pasado casi treinta años más.
Finalmente asumidos por
el sistema, los antiguos revolucionarios envejecieron sin victorias. Sus
últimas fuerzas las utilizó ‘Dany el rojo’ para pedir más Europa y más
democracia. “Hay que ir hacia una Europa federal. Necesitamos más Europa, una
Europa que sepa afrontar los cambios de la globalización y construiremos esa
Europa en los próximos años”, dijo.
Cohn-Bendit no será
Moisés. No conducirá al pueblo europeo a las puertas de la tierra prometida de
la libertad y los derechos humanos. Cada vez menos gente está dispuesta a
defender aquello que dio sentido a la apuesta comunitaria. Parece un tiempo de
cálculo, antes del saqueo final. Entre la frialdad de ‘Her’ y el cinismo de ‘Juego
de tronos’, el ideal político se aleja sin un portazo, como Daniel Cohn-Bendit.