Ellos te lo cuentan
como la vida de un santo. Tienen todo el derecho a hacerlo. Interrumpen su
caminar lento, de otra edad, y te observan con indulgencia mientras los niños
os adelantan entre risas y juegos. No han participado de la revolución, ni
transformado su mundo. Han logrado conservar, eso sí, una forma de vida, una
actitud. Y eso no es tan habitual. Las décadas transcurrieron apaciblemente en la
ciudad burguesa y lo anodino se convirtió en norma. A ese movimiento se le
llama reconciliación. La política como aperitivo, como paraguas y chismorreo.
Se trata, en resumen, de no ir nunca demasiado lejos. Ni siquiera físicamente:
el paseo se interrumpe pronto. La gestión frente a la libertad. Ésta frente a
la convivencia.
La Transición es un
relato que rescata al ‘nosotros’ de la memoria parcial de la juventud. El
recurso de la solemnidad y la cordura plural contra la amenaza reaccionaria. No
se niega. Incluso los más voraces enemigos del llamado ‘Régimen del 78’ aceptan
momentos de gloria (no se atreven a decir heroicos) en el periplo. Fue una
conversación, sí, pero hubo algo más. Ya lo dijo Norman Mailer de los Kennedy:
“Se les quiere porque fueron un poco mejores de lo que deberían haber sido”. Como
a Adolfo Suárez, que fue derrotado y su trayectoria última se vincula a la de
los parias sin tribu. Y eso tiene siempre mucho éxito. Su origen
indiscutiblemente franquista es el último dique que lo separa del panteón. Pero
ni siquiera eso enmudece el canto general hacia quien abrió puertas que no
parecían indispensables.
Suárez es, hoy, la Transición;
una fotografía de niñez en la que un país parece más saludable y feliz. Como
todo relato moral, es también un mito. Y un mito es inspiración, sin duda, pero,
al tiempo, límite, freno que paraliza la decisión y el acto. Durante el siglo
XX -sobre todo, a partir de la victoria de Franco en la Guerra Civil-, España
se ha sentido como esos niños a los que unos pocos centímetros de menos les dejan
sin poder montarse en la atracción más peligrosa y divertida. Lo tienen cerca,
la geografía les es propicia. Pero están lejos de las piruetas y la emoción. Al
país le faltaron De Gaulle y las barricadas, Marcuse y Berkeley. No celebró
Woodstock. No detuvo a nazis. Su identidad se forja en una charla que se sigue
de lejos, con el deseo de que tu huelga, tu manifestación y tu cárcel hayan
servido de inspiración para el cambio, y que la inercia del continente no haya
sido la única causa.
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