El niño felipista cree
saber por dónde van los tiros. La dama, sin embargo, ha vivido ya muchas
primaveras y no se contagia del entusiasmo general. Ni de la pasión envuelta en
un manto de melancolía. Sabe que la historia, al igual que los hombres, tiene
arrugas e imperfecciones. Su rostro no es liso como dicen, tiene lagunas
inexplicables y una tendencia al desastre que hace torcer el gesto al camarada más
optimista. Por ese motivo, cuando la dama y el niño felipista se encuentran
cada 14 de abril se produce entre ellos un silencio incómodo. A ella no parece
importarle: su biografía esta ya redactada con trazos gruesos e irrebatibles.
Él busca analizarla, tantos años después de su caída, conocer su pasado sin el
mito. Suelen encontrarse en los bares y ella lo espera en la puerta, cigarro en
mano, con esa mirada inexpresiva, casi cínica, que no lo desmoraliza. La dama
consume las preguntas del niño al mismo tiempo que la nicotina. “Ahora, todos ellos
me quieren mucho, pero ninguno hizo nada por salvarme del desastre. Querían
cambiarme, ¿entiendes?, darme un apellido, cada uno el suyo, y violar mi
juventud con cadenas de terror y utopías”.
El niño felipista la
escucha con interés, pero con distancia. Pese a la evidente atracción, hay un
abismo. Él recuerda los años felices, de la mano de sus padres, camino del
mitin socialista (ya socialdemócrata y monárquico) y la tenue propuesta sin
fusiles. La solución tibia del franquismo, que era orgullo de la izquierda, o
lo parecía entonces. Cuando lo márgenes eran territorios inofensivos y Felipe
podía con todo. Él murmura y ella no puede escucharlo. Sigue fumando la dama,
centrada en la incomprensión que padece. Y el niño se esfuerza por quererla y,
de hecho, lo consigue: su belleza es, quizás, la única respuesta válida a este
erial que nos mantiene pequeños e ignorantes.
Quiere decírselo y
trata de tomar su mano, pero ella la retira. “No seas como ellos, niño felipista,
no pretendas seducirme con tus palabras huecas. Si me amas, no ames otra cosa”.
El rubor enrojece sus mejillas y el niño felipista, lleno de ideales forzados,
debe aceptarlo y baja la cabeza.
La dama no quiere herir
sus sentimientos y lo abraza. “Tranquilo, llegará otra dama, más joven y
atrevida. Más bella también y la querrás de verdad, sin forzar el calendario.
Será única y libre”. El niño felipista asiente y se queda más tranquilo. Dice adiós con un beso y emprende el camino de vuelta.
Otro 14 de abril que se
apaga.
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