Víctima y cómplice
comparten cierto asombro por el mal. Desde posiciones antagónicas, ambos contemplan
la agresión sin blandir el arma, participando como receptor o simple lacayo
del delincuente. Como todo en la vida, ser víctima o cómplice es una actitud,
una forma de ver el mundo. O, lo más habitual, una excusa. El orgullo facilita la
opción. Los monstruos aparecen cuando la moralina -siempre más atractiva-
sustituye a la responsabilidad como sustento. Esto es España: el bar repleto de
falsos filósofos y economistas que comentan cínicamente la incompetencia de “los
de arriba”, a menudo con amargura, siempre con distancia. Quizás se deba a los
siglos de dominio eclesial, con su impronta a la vez dogmática y pagana, o a la
identificación con cierto progresismo permanentemente derrotado. El caso es que
la historia ha alumbrado víctimas, inteligencias impotentes frente a las ‘caenas’
reclamadas, los desfiles, la opresión y el atraso de una nación construida a
pesar del ciudadano. El vasallo que se lamenta del mal señor.
Sin embargo, este
ingrediente de la receta española debería interrumpirse con la democracia. Los
mecanismos de victimización
caducan si los vecinos pueden nombrar a sus presidentes. Tan fácil como eso. Y
tan complicado, en apariencia, si uno se atiene a los discursos que pretenden
sintetizar el ‘sentir del pueblo’. Una Transición, antaño mitificada, que hoy
se explica como un capítulo de ‘Juego de tronos’; el poder, comprendido en
clave mafiosa; la maldad del rico… “¡Nos han engañado!”, gritan, alegres de
asomarse al abismo, sin esperanza de desandar el camino. El futuro se estrecha
y llegan los agobios estériles. El español opta, entonces, por salir a la calle
y decir en la plaza lo que dice en el bar. A eso lo llama asamblea. Y,
claro, se deprime y cree haber comprendido la naturaleza del asunto: no hay
salida. Este drama, moldeado con ingenio, lo plasma en las redes sociales,
verdadero erial de chistes y desprecios. La posada digital del amanecer que no
pudo ser.
Pero, al igual que el viejo Israel contaba con la
voz de sus profetas, España cuenta con el voto, que plantea siempre un
conflicto moral, la posibilidad del cambio. El mensaje es sencillo y, por
supuesto, polémico: voten distinto. A eso se reduce todo. La casta política y
empresarial; la actitud servil de grandes medios de comunicación cargados de deudas y
un entorno económico desfavorable pueden tener relativamente poca importancia
si funciona algo tan elemental como la acción democrática. Se puede valorar la
dificultad de oponer resistencia al sistema, de fundar partidos y de sacar
rendimiento electoral a ideas diferentes, pero eso no paraliza la iniciativa social.
El déficit de representatividad es agudo en España y, sin embargo, la
insistencia en ello, la opción por “pasar-de-la-política-e-ir-al-cine-y-luego-a-tomar-unas-cañas”,
convierte la justa crítica en excusa.
El cambio a través del voto no es una opción más, es
la única éticamente aceptable en una sociedad avanzada. La violencia política,
la revolución (menos lobos, tuiteros), convierte la imposición en ley, destruye
la sociedad a la que pretende servir. Además, que diría el otro, es imposible.
Que en plena crisis institucional y económica los españoles opten por la
abstención supone una amenaza a la idea misma de ciudadanía. No se engañen. Si
han robado, sin se han acomodado en la corrupción sistemática, si aprueban
leyes en su beneficio y la justicia no puede tocarlos es gracias a nuestra complicidad.
Somos culpables. Somos cooperadores necesarios, sin los cuales el mal no se
habría consumado. Los votantes eligen, por más relatos balsámicos que nos
cuenten sobre marionetas y titiriteros de la gran finanza. Por lo tanto, su alejamiento del ámbito
de decisión no convierte al español en víctima, sino que profundiza en su complicidad
con el mal que rechaza. Por comodidad, que es lo más triste.
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