La amistad se
despereza en verano e invade las terrazas. La temperatura es propicia, los
ánimos reclaman aire libre, cañas y conversación. Algunos, quizás, prefieren
tinto con gaseosa o un albariño que refresque las ideas y suelte las lenguas;
acaso, una de rabas para no beber con el estómago vacío. Todo es posible. Sobre
la mesa poco iluminada -lo dice mejor Gil de Biedma: “con la botella/ medio
vacía, los ceniceros sucios,/ y después de agotado el tema de la vida”-, los
amigos posan su verdad íntima de muchos años. Nadie puede penetrar en ese espacio
en el que, poco a poco, asoma la madrugada. El placer compartido, el lenguaje
propio que no se deja arrebatar por las consignas o los discursos. Las
interrupciones, las carcajadas que rematan una anécdota. Estamos todos juntos,
que también evocaba el poeta barcelonés en otro de sus versos. Lo estamos y nos
basta.
Uno piensa en ello
sentado en una butaca de la sala Argenta del Palacio de Festivales de
Santander, mientras la Orquesta Sinfónica de Castilla y León interpreta el tema
principal de la banda sonora de la película ‘La vida es bella’, compuesta por
Nicola Piovani. Sorprende comprobar cómo los cambios sociales y políticos
afectan a la opinión generalizada sobre una obra de arte. En el momento de su
estreno -año 1997-, todo fueron elogios hacia Roberto Benigni y su peculiar versión
del Holocausto. Ya saben: un hombre trata de convencer a su hijo de que la
espantosa experiencia que ambos viven como prisioneros en un campo de
exterminio nazi es, en realidad, un concurso.
Los ‘felices noventa’
propiciaron estas aproximaciones optimistas a la catástrofe. Occidente,
liberado de la Guerra Fría, no tenía ganas de sufrir. No era tiempo de crisis
económica y el yihadismo no había golpeado aún en el corazón de Europa y de
Estados Unidos. Hoy, todo ha cambiado. Para empezar, ‘La vida es bella’ se
recuerda con desdén. Lo políticamente correcto rechaza la “frivolidad” con la
que Benigni retrata la Segunda Guerra Mundial. El humor parte ya de la ideología.
Es siniestro, no cabe duda, pero eficaz.
Lo interesante, sin
embargo, de ‘La vida es bella’ es su reivindicación del lenguaje privado frente
al avance inmisericorde del totalitarismo. Los protagonistas se comunican sin
asumir el rol que les imponen sus represores. Ese es el hallazgo, la virtud
extraordinaria de la cinta. Quizás, valga la pena rescatar hoy esa actitud,
recuperar los espacios donde la ortodoxia aún no penetra y combatir el
pensamiento único. Un almuerzo, una cena o un paseo, sin que quepan expresiones
como “empoderamiento”, “soberanía”, “derecho a decidir”, “reestructuración de
la deuda”, “bolivarianos”… La mesura y el respeto; la confianza de sentarse
juntos contra la lógica artificial del mitin y el eslogan; es decir, del
conflicto. La felicidad que brota en verano, en buena compañía, sentados a la
mesa. Para disfrutar de la belleza que ellos desconocen.
*Columna publicada el 13 de agosto de 2015 en EL DIARIO MONTAÑÉS.
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