Debe de ser duro vivir en este tiempo de exhibiciones
digitales sin poder aprovechar el viento favorable. Lo fundamental hoy es dar el
gran salto desde una determinada tradición ideológica -más o menos sanguinaria-
hacia el presente unánime y progresista, fértil en críticas al “sistema” y
galgos que se adoptan. Lo han hecho todos. Se trata del famosísimo giro al
centro, en el que destiñen los colores. Transversalidad y círculos morados. O naranjas. Está bien que así
sea.
Lo nuevo comparte época con instituciones que condenan
cualquier propósito de cambio. Así, la Iglesia Católica, posicionada
históricamente a la vera del poder mundano, defiende su aportación al
patrimonio intelectual de Occidente, su estatus, sin aclarar el origen; a
saber, la aclimatación política coyuntural que modificó para siempre la faz del
cristianismo. Esa capacidad de la Iglesia para abrirse camino desactivó el
mensaje apocalíptico del Nazareno, pero garantizó su supervivencia, que no es
poco.
El Vaticano tenía cintura, en eso consistía su gracia.
Sus dogmas eran permeables a las expresiones populares, mientras sus jerarcas
hermanaban hábilmente la institución con dinastías y señoríos. Ese entramado
controlador de haciendas y conciencias comenzó a resquebrajarse a raíz de la
Ilustración. El proceso de derrumbe alcanzó, durante los últimos decenios,
niveles de catástrofe. Sacerdotes, obispos y cardenales brotaban públicamente
como oscuras presencias cada vez más obsesionadas con el aborto y la
financiación. Perdida su influencia sobre las almas, insistían en el discurso
agorero, acostumbrándose a interpretar el papel de inadaptados que reciben
burlas y golpes. La homofobia y la discriminación de género se convirtieron en los
nuevos estandartes católicos.
Hacía falta una política diferente, eso estaba claro.
La Iglesia debía probarse un traje nuevo, la máscara de la modernidad. Para
ello, bastaba con manejar las herramientas disponibles con destreza renovada,
nada de profundizar en la doctrina, que eso desgasta. La figura del Papa,
poderosa en la comunicación y capaz aún de llenar plazas y desviar el tráfico,
resultaba indispensable. El impacto de las declaraciones del Pontífice, su
querencia viajera y su potestad para zanjar cualquier discusión facilitaban las
cosas. Mejor una breve entrevista en un avión que iniciar un cambio radical desde
la base.
Y así llegó Francisco. Como sus predecesores, el
argentino continuó repartiendo abrazos. Esta vez, sin embargo, optó por el lado
misericordioso del mensaje, sin desactivar las condenas que siguen al pecado,
pero sin destacarlas. Caer bien desde el principio ayuda a moderar las
críticas. Por ese motivo, cuando interrumpe su prédica sobre el cambio
climático y la desigualdad para tirar al monte –la expulsión del prelado
Krzysztof Charamsa poco antes del inicio del Sínodo de la Familia, la reunión con Kim Davis o la
reacción ante los asesinatos en la sede de Charlie Hebdo- nadie se escandaliza.
La actualidad exige hoy más socialdemocracia aparente y menos explicaciones
sobre la transubstanciación. La Iglesia lo
sabe. Esta es su nueva alianza con el mundo.
* Columna publicada el 8 de octubre de 2015 en El Diario Montañés.
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