La fiesta, según Christopher Hitchens, no concluye con la muerte. De
hecho, añadía el escritor angloamericano, lo verdaderamente terrible es que la
fiesta sigue, pero tú debes marcharte. Que nada se interrumpa con el desenlace
personal e inevitable; no cabe imaginar algo más demoledor. Antes o después, el
ser humano comprueba la escalofriante ausencia de misericordia, la promesa de
destrucción que recibe todo cuerpo vivo. Serán muchos más los días sin
nosotros, hay que acostumbrarse a esa ley sin excepciones. La celebración, en
definitiva, se abandona aún en marcha, con la música a todo volumen y la
cubitera llena.
No tenemos que esperar, sin embargo, a la propia
decadencia. Uno puede padecerlo de muchas otras formas, evocando las sombras de
aquel mundo que una vez fue real, los libros recién publicados y las películas
apetitosas que se acabaron para siempre. El presente, ordenado y
consuetudinario, esparce un puñado de tiempo sobre un territorio. Parece algo estable,
desde luego, y nos habituamos a la compañía y a las cosas que hacemos sin temor
a quedarnos sin combustible.
Así, cuando alguien ya no está, y sus pertenencias
quedan en el armario, sobre la estantería, todo parece frío porque nada se
derrumba. La naturaleza no emite queja ni arrepentimiento. Simplemente, se
corta un acceso. Ni siquiera la tristeza salva a los contribuyentes. Es mucho
peor para los vivos. Nos quedamos solos y asistimos a los cambios en la ciudad,
en el país, cada vez más alejados de lo que fue verdad compartida.
Uno podría pensar, entonces, en alguien concreto, en
una mujer, por ejemplo, con rostro y con nombre, al enterarse del fallecimiento
del escritor sueco Henning Mankell y del cierre de la librería
barcelonesa Negra y Criminal. Esta mujer, digamos que santanderina, era una
gran admiradora del autor de ‘La falsa pista’. “Escribe muy bien y es un
ciudadano comprometido”, afirmaba con entusiasmo. El inspector Wallander se
convirtió en un personaje familiar. Más tarde llegó Stieg Larsson, pero ya no fue
lo mismo.
Lectora
apasionada, quiso conocer la librería de Paco Camarasa. No pudo ser. La muerte
comenzó a acecharla cuando más satisfacción obtenía de la cultura y más
valientemente disfrutaba de las cosas. Mankell y el local barcelonés fueron dos
realidades en su vida, en su presente; dos caminos hacia la felicidad, a pesar
de todo. Ahora ya no existen.
La vida
supone pasar de una edad a otra, asumiendo no solo el cambio personal, sino la
desaparición de ámbitos familiares en los que nos encontramos seguros y de
temas de conversación que creímos y quisimos inmortales. La memoria debería ser
suficiente para que arraigue la confianza o, al menos, la resignación. Es complicada
esta mudanza que un día terminará para todos, pero no al mismo tiempo. Volverá
a amanecer y otros insistirán en preguntarse si hay o no algo de verdad detrás
de esta fiesta que abandonamos siempre demasiado pronto.
* Columna publicada el 22 de octubre de 2015 en El Diario Montañés.
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