No podemos saber si el niño
descansa sobre las rodillas de su padre o si éste simplemente lo sostiene
frente al muro de flores. El pequeño no se fía, eso está claro, y observa con preocupada
atención el luto parisino. La cámara de ‘Le Petit Journal’ recoge la escena.
“Hay que tener cuidado, dice, porque luego toca cambiarse de casa”. Los
sentimientos brotan de manera natural; el miedo inspira la huida. “¿Comprendes
por qué lo han hecho?”, pregunta el periodista. “Sí, porque son muy malos”. Hay
una lectura inmediata, despojada de todo cinismo y de todo cálculo, que resulta
ser la más certera: los asesinos son malos. El niño no conoce -no puede
conocer- el entramado partidista que conspira entre bambalinas; la
efervescencia del yihadismo y las crisis identitarias en la Europa del
progreso. Eso lo salva. Su mente no acepta el mal, ni lo justifica.
El vídeo tiene interés
porque muestra una reacción limpia. Lo importante es que se expresa sin pudor
(y sin histeria) una inquietud sin atributos tras un golpe brutal. El niño no
pronuncia citas de hombres muertos ni propone marsellesas. Desde su inocencia,
que es, también, lucidez, puede, sin embargo, comenzar la educación. Ahí es
donde aparece el padre, como la mejor secuela posible del discurso de su hijo.
“Francia es nuestro hogar, dice, no va a hacer falta cambiarnos de casa”. El
hombre habla con seguridad, pero el niño es un hueso duro de roer. “Sí, pero
están los malos, papá”, le contesta, como queriendo decir: “¡Que no te enteras!”.
En ese momento, el padre se
manifiesta como una figura beatífica. “Hay malos en todas partes”, afirma. Conciso,
pero extraordinario. El hombre no engaña ni reconforta con fórmulas sedantes.
No le dice, por ejemplo: “Tranquilo, a ti no va a pasarte nada, yo te
protegeré”. El mal está en todas partes. Tú, heredero querido, vas a
encontrarte muchas veces con el mal y deberás medirte con él, porque la huida no
es una opción. Uno puede imaginarse a este hombre, dentro de unos pocos años,
aconsejando con sensatez a su prole sobre los estudios o los amores. Todo va a
estar siempre bien al lado de esta persona venerable.
Pero lo mejor está por llegar.
El niño no se convence y contraataca: “Tienen pistolas y pueden dispararnos”.
El padre se la juega: “Ellos tienen pistolas, pero nosotros tenemos flores”. En
apenas unos segundos, avistamos el núcleo del problema. ¿Qué hacer? La frase
del progenitor es arriesgada, pero inevitable. El muchacho, nuevamente, duda.
“Pero las flores no sirven para nada…”. Su padre lo interrumpe. “Las velas y
las flores sirven para no olvidar a los que se han ido”, asegura. En esa frase
se resume la cultura; la siembra de valores, frente a la lógica del sacrificio.
El hombre no consuela a su hijo; hace algo mucho más útil y valiente: le enseña
la civilización.
* Columna publicada el jueves, 10 de marzo de 2015, en El Diario Montañés.
No hay comentarios:
Publicar un comentario