viernes, marzo 11, 2016

Verdad*



No es la democracia el sistema adecuado para forjar una verdad única e incuestionable. Está bien que así sea, es su gran hallazgo. La democracia desactiva los dogmas y los pone a hacer cola; no se deja intimidar por las mareas inquisitoriales que amenazan con sustituir su aparente inanidad por la alegría de la carne y del espíritu. La sociedad abierta aprende a combatir al adversario a medida que este aflora, siempre bajo máscaras distintas, pero con un mismo ánimo totalizador y militante, revolucionario y burlón contra esa fantasía infantil que algunos llaman libertad. Eso sí, la presencia de instituciones democráticas no garantiza la victoria. Si su funcionamiento no se sostiene sobre una base cívica, el veneno autoritario penetra sin freno ni oposición. Ha ocurrido muchas veces.

La revolución acampa donde la democracia se detiene: siempre en el territorio de los grandes discursos y la estigmatización. Si la libertad no precede a la urna, esta se limita a ser un continente de ortodoxias en disputa. Y, para una ortodoxia, su verdad vale más que el prójimo. Así, nunca se está lo suficientemente alerta contra esa mentira que se empuña como arma revolucionaria y que pervierte todos los ámbitos sociales.

Ni siquiera la proximidad del pasado, la experiencia personal de la historia, sirve para enfrentarse a las falacias. Como esa que, últimamente, nos presenta a Arnaldo Otegi como un arquitecto de la convivencia, un guía para la “democratización”. No hace falta forzar a la memoria para recordar qué defendía y a favor de quién en los años de la pólvora y la sangre. Sabemos, por supuesto, quiénes fueron los enemigos ideológicos y las víctimas de los criminales. Lo sabemos y callamos porque no dominamos el presente. 
 
El presente lo dominan hoy quienes pretenden ligar doctrina y crítica, como si eso fuese posible sin corromper uno de los dos conceptos. Conferencias y discursos que relacionan fe y periodismo, sin rubor ni congoja. El periodismo es -debería ser- investigación, sospecha e independencia. La militancia sustituye la razón por el uniforme, la verdad por una verdad con inocentes y culpables ya decididos en la línea editorial. 

Qué diferente este vodevil de carnés partidistas y de banderas digitales a lo que sucede en ‘Spotlight’, película recientemente galardonada con el Oscar. Durante sus dos horas de metraje, el espectador contempla, emocionado, la perseverante investigación de un periódico capaz de arriesgar su papel de fuerza viva y la relación con sus lectores para mantenerse fiel a los hechos y, sobre todo, para encontrar la luz en un ambiente que ha hecho de la oscuridad una forma de articulación social. Esa constante amenaza de fractura, ese periodismo que opta por “pedirle cuentas al poder” pese a tenerlo todo en contra, como afirma orgullosamente el director de The Washington Post, Martin Baron, es el único que merece tal nombre en esta época de cínicas beligerancias y compromisos mal entendidos.

*Columna publicada el 10 de marzo de 2016 en El Diario Montañés. 

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