No es la democracia el
sistema adecuado para forjar una verdad única e incuestionable. Está bien que
así sea, es su gran hallazgo. La democracia desactiva los dogmas y los pone a
hacer cola; no se deja intimidar por las mareas inquisitoriales que amenazan
con sustituir su aparente inanidad por la alegría de la carne y del espíritu.
La sociedad abierta aprende a combatir al adversario a medida que este aflora,
siempre bajo máscaras distintas, pero con un mismo ánimo totalizador y
militante, revolucionario y burlón contra esa fantasía infantil que algunos
llaman libertad. Eso sí, la presencia de instituciones democráticas no
garantiza la victoria. Si su funcionamiento no se sostiene sobre una base
cívica, el veneno autoritario penetra sin freno ni oposición. Ha ocurrido
muchas veces.
La revolución acampa donde
la democracia se detiene: siempre en el territorio de los grandes discursos y
la estigmatización. Si la libertad no precede a la urna, esta se limita a ser
un continente de ortodoxias en disputa. Y, para una ortodoxia, su verdad vale
más que el prójimo. Así, nunca se está lo suficientemente alerta contra esa
mentira que se empuña como arma revolucionaria y que pervierte todos los
ámbitos sociales.
Ni siquiera la proximidad
del pasado, la experiencia personal de la historia, sirve para enfrentarse a
las falacias. Como esa que, últimamente, nos presenta a Arnaldo Otegi como un arquitecto
de la convivencia, un guía para la “democratización”. No hace falta forzar a la
memoria para recordar qué defendía y a favor de quién en los años de la pólvora
y la sangre. Sabemos, por supuesto, quiénes fueron los enemigos ideológicos y
las víctimas de los criminales. Lo sabemos y callamos porque no dominamos el
presente.
El presente lo dominan hoy
quienes pretenden ligar doctrina y crítica, como si eso fuese posible sin
corromper uno de los dos conceptos. Conferencias y discursos que relacionan fe
y periodismo, sin rubor ni congoja. El periodismo es -debería ser-
investigación, sospecha e independencia. La militancia sustituye la razón por
el uniforme, la verdad por una verdad con inocentes y culpables ya decididos en
la línea editorial.
Qué diferente este
vodevil de carnés partidistas y de banderas digitales a lo que sucede en
‘Spotlight’, película recientemente galardonada con el Oscar. Durante sus dos
horas de metraje, el espectador contempla, emocionado, la perseverante
investigación de un periódico capaz de arriesgar su papel de fuerza viva y la
relación con sus lectores para mantenerse fiel a los hechos y, sobre todo, para
encontrar la luz en un ambiente que ha hecho de la oscuridad una forma de articulación
social. Esa constante amenaza de fractura, ese periodismo que opta por “pedirle
cuentas al poder” pese a tenerlo todo en contra, como afirma orgullosamente el
director de The Washington Post, Martin Baron, es el único que merece tal
nombre en esta época de cínicas beligerancias y compromisos mal entendidos.
*Columna publicada el 10 de marzo de 2016 en El Diario Montañés.
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