“¿Oiga? ¿Me escucha?”. “Sí, sí, dígame”. “Sí, mire,
seremos cuatro a comer, llegaremos a las tres y…”. “Ah, muy bien, ¿cuántos van
a ser?”. “Cuatro, le digo”. “Cuatro, vale… ¿Van a querer verdinas?”. “¿Cómo?”.
“Verdinas, que si van a querer verdinas”. “Ah, pues no sé… ¿Se lo tengo que
decir ahora?”. “¿Oiga?”. “Le pregunto si tengo que decirle ahora lo de las
verdinas”. “Sí, yo pienso que verdinas está bien”. “No… ¿Me oye? Es que no sé
si los demás van a querer verdinas… ¿Podemos decidirlo allí mismo o tienen que
saberlo de antemano para que las prepa…?”. “Las verdinas yo creo que van a
gustarle”.
La conversación no conduce a ninguna parte. El
santanderino ruge por Calvo Sotelo, esperando que su voz llegue con claridad al
restaurante. Debe de ser el teléfono o la cobertura. O la sordera. El caso es
que el santanderino grita y la gente se lo queda mirando. La gente de la
capital, ¡del centro! Un diálogo estéril concluye, habitualmente, en la
extrañeza. Al final, uno no sabe qué parte de lo que ha dicho o de lo que ha
escuchado podrá ser rescatada de las ruinas del lenguaje. Tendría que volver a
llamar para hacer la reserva -no recuerda haber dejado su nombre, por ejemplo-.
Uno nunca sale indemne de las dificultades
comunicativas, de la ausencia de sentido en las palabras que se pronuncian y
que se reciben; la mente no está preparada para eso. Hay un sentimiento de fragilidad,
de vértigo. Parece que la sangre encharca las mejillas y que el cerebro se contrae
en el cráneo. Acabamos por admitir que las verdinas, al fin y al cabo, no son
importantes. Curiosamente, es algo que experimentamos en muchos momentos, no se
trata de una anormalidad en nuestras vidas. Sucede cada vez que encendemos el
televisor o abrimos un periódico. Sus voces y sus temas llevan al contribuyente
de la mano, aunque parezcan absurdos. Pensamos, ingenuamente, que el presente
merece otro poso, otra consistencia, pero no somos capaces de articular un
cambio.
Estamos convencidos, eso sí, del horror de esta
época; de los refugiados, por ejemplo, convertidos en mercancía abandonada que
nos avergüenza. También padecemos el desempleo, la falta de libertad y de
cultura, la amenaza del totalitarismo. Todo eso importa, como también importan
aquellos espacios que dan sentido a lo que somos: la familia alrededor de la
mesa, unos cuantos amigos, un par de terrazas, algunos libros y la aspiración a
una felicidad posible. Por eso, cuando ellos hablan de símbolos, los suyos, la
mente se rebela porque sabemos que no son los nuestros; que su exhibición
responde a otros intereses y no al bienestar que deben proporcionarnos. Hasta
ahora, lo hemos observado desde lejos, permitiendo que jueguen sobre la
moqueta. Quizás, va llegando la hora de decirles que no nos importan sus
debates partidistas ni el cebo que proponen. Ni el lábaro.
* Columna publicada el 24 de marzo de 2016 en El Diario Montañés.
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