viernes, marzo 25, 2016

Verdinas*



“¿Oiga? ¿Me escucha?”. “Sí, sí, dígame”. “Sí, mire, seremos cuatro a comer, llegaremos a las tres y…”. “Ah, muy bien, ¿cuántos van a ser?”. “Cuatro, le digo”. “Cuatro, vale… ¿Van a querer verdinas?”. “¿Cómo?”. “Verdinas, que si van a querer verdinas”. “Ah, pues no sé… ¿Se lo tengo que decir ahora?”. “¿Oiga?”. “Le pregunto si tengo que decirle ahora lo de las verdinas”. “Sí, yo pienso que verdinas está bien”. “No… ¿Me oye? Es que no sé si los demás van a querer verdinas… ¿Podemos decidirlo allí mismo o tienen que saberlo de antemano para que las prepa…?”. “Las verdinas yo creo que van a gustarle”.

La conversación no conduce a ninguna parte. El santanderino ruge por Calvo Sotelo, esperando que su voz llegue con claridad al restaurante. Debe de ser el teléfono o la cobertura. O la sordera. El caso es que el santanderino grita y la gente se lo queda mirando. La gente de la capital, ¡del centro! Un diálogo estéril concluye, habitualmente, en la extrañeza. Al final, uno no sabe qué parte de lo que ha dicho o de lo que ha escuchado podrá ser rescatada de las ruinas del lenguaje. Tendría que volver a llamar para hacer la reserva -no recuerda haber dejado su nombre, por ejemplo-.

Uno nunca sale indemne de las dificultades comunicativas, de la ausencia de sentido en las palabras que se pronuncian y que se reciben; la mente no está preparada para eso. Hay un sentimiento de fragilidad, de vértigo. Parece que la sangre encharca las mejillas y que el cerebro se contrae en el cráneo. Acabamos por admitir que las verdinas, al fin y al cabo, no son importantes. Curiosamente, es algo que experimentamos en muchos momentos, no se trata de una anormalidad en nuestras vidas. Sucede cada vez que encendemos el televisor o abrimos un periódico. Sus voces y sus temas llevan al contribuyente de la mano, aunque parezcan absurdos. Pensamos, ingenuamente, que el presente merece otro poso, otra consistencia, pero no somos capaces de articular un cambio.

Estamos convencidos, eso sí, del horror de esta época; de los refugiados, por ejemplo, convertidos en mercancía abandonada que nos avergüenza. También padecemos el desempleo, la falta de libertad y de cultura, la amenaza del totalitarismo. Todo eso importa, como también importan aquellos espacios que dan sentido a lo que somos: la familia alrededor de la mesa, unos cuantos amigos, un par de terrazas, algunos libros y la aspiración a una felicidad posible. Por eso, cuando ellos hablan de símbolos, los suyos, la mente se rebela porque sabemos que no son los nuestros; que su exhibición responde a otros intereses y no al bienestar que deben proporcionarnos. Hasta ahora, lo hemos observado desde lejos, permitiendo que jueguen sobre la moqueta. Quizás, va llegando la hora de decirles que no nos importan sus debates partidistas ni el cebo que proponen. Ni el lábaro.

* Columna publicada el 24 de marzo de 2016 en El Diario Montañés. 

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