Lo he contado alguna vez: mi
primer contacto con una persona conservadora tuvo lugar en la ciudad
estadounidense de Fredericksburg
(Virginia) en 1998. Recuerdo el momento exacto en el que la señora Norman,
mientras preparaba cualquier cosa en la cocina, me dijo: “en esta familia somos
conservadores”. Quedé sorprendido y admirado por la sinceridad, por el aplomo.
Yo venía de un país tomado por socialdemócratas y centrorreformistas -con un
presidente del Gobierno, no precisamente de izquierdas, que decía leer a Manuel
Azaña-, donde el consenso ideológico y el lenguaje eufemístico convertían
cualquier mención a la derecha en un insulto. Así pasábamos la adolescencia.
Eran los felices noventa.
Aprendí entonces que la
convivencia entre personas diferentes, matizadas ideológicamente por su
capacidad electiva, es perfectamente posible, al menos, en Estados Unidos. Un
año más tarde, en Lancaster (Pennsylvania),
un hombre me relató su paso del catolicismo a una rama protestante porque creía
en el sexo “sólo para pasarlo bien”. Esas molestias que se toman al otro lado
del Atlántico, esa disposición a la ruptura que concilia su forma de vida con determinados
principios políticos o religiosos, no las he visto nunca en mi país. Aquí, uno
se declara católico “a su modo”, tranquilamente, sin pisar un templo, sin asumir
los dogmas. Se llega al pecado, pero nunca al abandono. Uno nace y muere ocupando el mismo espacio espiritual... Y político.
En
España, rara vez se topa uno con votantes del Partido Popular. Es extraño,
teniendo en cuenta su condición de fuerza política electoralmente dominante. El
discurso hegemónico es de izquierdas y todos, a ambos lados, compiten por
erigirse en los representantes más puros del sentir ciudadano. Al PP, esa
aparente impostura sólo puede costarle caro en momentos de plena excepción
institucional. Mientras el viento sopla favorable, enarbola su teórica pericia
en la gestión del dinero. Cuando pintan bastos, sin embargo, la cosa cambia y la
corrupción tolerada por los votantes -o el discurso gris, apenas coloreado por
tenues referencias a la unidad nacional (mientras pacta con los nacionalistas)-
se vuelve veneno. A la derecha, al menos en España (donde, recordemos, el discurso
político es único, como únicas son la tribu y la religión, y múltiples las
máscaras), le exigen que tire de valores y principios y ahí ya no puede. Y, como no
puede, sus votantes callan.
En
realidad, en pocos lugares existe un orgullo liberal o conservador (hasta a la Thatcher
le enseñaron la puerta de salida sus propios compañeros 'tories'). La razón es
sencilla: la política es el terreno exclusivo de la izquierda. El sentido último de la
actividad partidista, que se resume en la operatividad del estado, descansa en un
discurso de apropiación de bienes privados para su posterior distribución.
Punto. Desde esa perspectiva, desde esa cosmovisión, la existencia de un ente
coercitivo que administra la desigualdad para paliarla es la razón de ser de
tanto diputado y tanto concejal. Si no, ¿de qué?
Tras
la muerte de Franco, se propició la construcción de un orden “social y
democrático de derecho”, dirigido por un turno semejante al europeo occidental: con una
fuerza demócrata-cristiana y otra socialdemócrata -unos con el rosario en la
mano y otros, con el puño en alto-. La derecha, ahí, se contentó con la mera
existencia: alguna posibilidad de gobierno, la misa y una economía más o menos
abierta. "Lo de los valores, para ellos, que de eso viven", pensaron… erróneamente.
El
Partido Popular nunca ha entrado realmente en el debate político porque asume
su perfil quintacolumnista, la gestión indecisa de lo público. Cuando la cosa
va bien, el insulto de “facha” se recibe con superioridad. Pero, ay, cuando la
crisis golpea fuerte, la derecha se encoge. Si les pasa hasta a los
socialistas, que no pueden competir con las fuerzas emergentes, mucho más elocuentes y eficaces en
su uso de la demagogia. La experiencia de gobierno, aquí, los condena.
Albert
Rivera padece también de este vértigo atroz al estigma. “Sois el filial del PP”,
le dicen. Y Rivera tartamudea, trata de agarrar algo que se parezca a una idea,
a un principio como los que maneja Iglesias con astuta brillantez. Quiere darle
la vuelta a la tortilla y se pierde en Venezuela, se enreda con Otegi. ¿Por
qué, si afirma tener razones, no las defiende con más seguridad? Porque no lo cree. Lo
dice, quizás lo piense, pero no lo cree, porque Rivera y la derecha (también la
izquierda sin cafeína, si queda alguna tras la marea morada) no encuentran un
santoral, un mito fundador que los explique más allá del “sentido común”.
Iglesias
gana siempre porque promete poner al estado en plenitud, porque anuncia la
política que conducirá al bienestar por el camino más corto: el reparto. Podemos
recoge la ideología constitucional y la lleva a la máxima velocidad. Rivera
balbucea algo sobre la sociedad civil, sobre la necesidad de eliminar
duplicidades y de abrir mercados y eso no llega al personal porque es un asunto
mucho más complejo, alejado de la raíz del estado español (y de la cultura del país), que no alude a los bolsillos, a la cesta de la compra de mañana mismo.
Como
dicen algunos, el triunfo ideológico del liberalismo es siempre paradójico, nunca directo. Y aquí, en un país de discurso único a favor del estado, en
el que el mercado sólo se menciona para recordar que debe ser “corregido”,
votar al original, al más seguro en esa opción total, es perfectamente lógico. “En
esta familia somos conservadores”, me dijeron en EEUU. “En este país somos
estatistas”, podríamos responderles. Rivera aspira a serlo, como Sánchez (¡incluso como Mariano!). Pero sólo se lo cree Iglesias; sólo lo es Iglesias. Eso sí, sin entrar en detalles, no vayan a darse cuenta.