jueves, junio 23, 2016

Casa



Le pregunté a José Jiménez Lozano sobre la ruptura del mundo. Me contestó: “Ahora vivimos, en muy amplia medida, en una especie de casa o mundo, diseñado por Hegel -con el perdón del señor Hegel-, que nunca podrá ser nuestra patria como decía Martin Buber. No hemos construido nosotros esta casa, no hemos trabajado sus tierras, se nos ha diseñado en cartón lleno de colorido como las aldeas de Potemkin, pero no podemos decir que estas megápolis o aldeas  son de cartón, porque quienes habitamos en esos territorios diseñados ya hemos sido diseñados también para aceptar lo que nos digan, como teniendo una exclusiva naturaleza política. La antigua vida humana de cada cual ya no cuenta: ni Dios, ni padres, ni patria, ni resquicio alguno de afecto ni privacidad, así que resultamos un poco o un mucho los hombres vacíos de los que habla Eliot en uno de sus poemas”.

¿Cuándo ha sido este nuestro hogar? ¿Cómo no vernos finalmente defraudados, traicionados, por una decisión que brota o que se impone? No hemos sido pueblo, eso es todo; esa es la bendición y la condena. ¿Nos servirá el orgullo de la resistencia cuando estemos absoluta e irremediablemente solos, muy lejos del paisaje de la infancia y de los padres? Hoy, nos damos cuenta de que vivimos en las sombras de los otros. Hemos esquivado sus pasiones, sus eucaristías, creyendo erigir edificios propios. Rechazamos sus proclamas, acumulamos libros. En vano. No comprendimos su poder.

Ni siquiera ha sido nuestro hogar, por fin los sabemos. Ellos, por supuesto, no son nuestra familia. En realidad, nada perdemos, salvo la posibilidad de un espacio en el que podríamos haber sido libres.              

viernes, junio 17, 2016

Piscinas*



El niño que se lo piensa en el trampolín, que mira hacia abajo con gesto intranquilo, no sólo teme el salto y el hundimiento. En toda acción, hay un espacio que se recorre, una ciencia incorporada. Al niño también le asusta flotar. Es lógico; sobre el trampolín, uno conserva su ignorancia y las promesas de aprendizaje. Hay que tener en cuenta que las promesas no son el aprendizaje, únicamente su posibilidad. Esos segundos previos al salto no son el salto. Esperar más de lo debido ataría definitivamente al niño a la quietud, alejándolo de la piscina. Nadie quiere eso.

Hace unas semanas, en el programa ‘Fort Apache’ -presentado por el líder de Podemos, Pablo Iglesias, en el canal iraní HispanTV-, se habló de la exitosa serie ‘Breaking Bad’ como metáfora del ‘sueño americano’ y su reverso tenebroso. Los tertulianos, casi todos pertenecientes al ámbito de la izquierda ‘transformadora’, se apresuraron a tratar la serie como una representación del capitalismo; un sistema económico hostil que empuja al protagonista a la miseria y, consecuentemente, a la delincuencia. Recordemos el argumento: a Walter White (interpretado brillantemente por Bryan Cranston), un gris profesor de química pluriempleado que apenas llega a fin de mes, le diagnostican un cáncer. Incapaz de asumir el coste del tratamiento y angustiado por la posibilidad de dejar a su familia en la ruina, se lanza frenéticamente a la fabricación y venta de droga de gran calidad. La serie relata la transformación personal de White, su envilecimiento. Lo que se presenta como un sacrificio moral, concluye en la plena identificación del profesor con su negocio. El sumiso White se convierte en el malvado Heisenberg.   

En el coloquio, se destacó, con sorna, el carácter emprendedor de Walter White, como si su figura reflejara la verdad íntima del mercado; el mal deshumanizador y consustancial a la empresa privada (al “proyecto estadounidense de clase media blanca”). Este análisis partidista obvia el tema central de ‘Breaking Bad’: la cobardía. White es, fundamentalmente, un pusilánime; alguien que aguarda paralizado en el trampolín, mirando a la piscina desde lo alto. El profesor no participa de la vida, refugiado en una zona de confort que lo protege del riesgo. En su biografía, descubrimos planes que no llevó a cabo, oportunidades que dejó pasar. Walter White es un individuo brillante que prefirió el tiempo sin aventura. Su conversión en un peligroso narcotraficante lo devuelve a la tierra, a la alegría de producir a través del conocimiento. “El trabajo creativo”, que reivindica, por ejemplo, Noam Chomsky.

White alcanza esa meta de “realización personal” transformándose en Heisenberg, que es él mismo, pero felizmente completo -como le confiesa a su esposa en uno de los últimos capítulos-. Heisenberg siempre estuvo en Walter White, esa es la cruda lección final de la serie: la inevitabilidad del salto a la piscina, abandonando el consuelo del trampolín, la fantasía de lo que podría haber sido.

* Columna publicada el 16 de junio de 2016 en El Diario Montañés. 

domingo, junio 05, 2016

Partido de vuelta



Lo he contado alguna vez: mi primer contacto con una persona conservadora tuvo lugar en la ciudad estadounidense de Fredericksburg (Virginia) en 1998. Recuerdo el momento exacto en el que la señora Norman, mientras preparaba cualquier cosa en la cocina, me dijo: “en esta familia somos conservadores”. Quedé sorprendido y admirado por la sinceridad, por el aplomo. Yo venía de un país tomado por socialdemócratas y centrorreformistas -con un presidente del Gobierno, no precisamente de izquierdas, que decía leer a Manuel Azaña-, donde el consenso ideológico y el lenguaje eufemístico convertían cualquier mención a la derecha en un insulto. Así pasábamos la adolescencia. Eran los felices noventa.

Aprendí entonces que la convivencia entre personas diferentes, matizadas ideológicamente por su capacidad electiva, es perfectamente posible, al menos, en Estados Unidos. Un año más tarde, en Lancaster (Pennsylvania), un hombre me relató su paso del catolicismo a una rama protestante porque creía en el sexo “sólo para pasarlo bien”. Esas molestias que se toman al otro lado del Atlántico, esa disposición a la ruptura que concilia su forma de vida con determinados principios políticos o religiosos, no las he visto nunca en mi país. Aquí, uno se declara católico “a su modo”, tranquilamente, sin pisar un templo, sin asumir los dogmas. Se llega al pecado, pero nunca al abandono. Uno nace y muere ocupando el mismo espacio espiritual... Y político.

En España, rara vez se topa uno con votantes del Partido Popular. Es extraño, teniendo en cuenta su condición de fuerza política electoralmente dominante. El discurso hegemónico es de izquierdas y todos, a ambos lados, compiten por erigirse en los representantes más puros del sentir ciudadano. Al PP, esa aparente impostura sólo puede costarle caro en momentos de plena excepción institucional. Mientras el viento sopla favorable, enarbola su teórica pericia en la gestión del dinero. Cuando pintan bastos, sin embargo, la cosa cambia y la corrupción tolerada por los votantes -o el discurso gris, apenas coloreado por tenues referencias a la unidad nacional (mientras pacta con los nacionalistas)- se vuelve veneno. A la derecha, al menos en España (donde, recordemos, el discurso político es único, como únicas son la tribu y la religión, y múltiples las máscaras), le exigen que tire de valores y principios y ahí ya no puede. Y, como no puede, sus votantes callan.  

En realidad, en pocos lugares existe un orgullo liberal o conservador (hasta a la Thatcher le enseñaron la puerta de salida sus propios compañeros 'tories'). La razón es sencilla: la política es el terreno exclusivo de la izquierda. El sentido último de la actividad partidista, que se resume en la operatividad del estado, descansa en un discurso de apropiación de bienes privados para su posterior distribución. Punto. Desde esa perspectiva, desde esa cosmovisión, la existencia de un ente coercitivo que administra la desigualdad para paliarla es la razón de ser de tanto diputado y tanto concejal. Si no, ¿de qué?

Tras la muerte de Franco, se propició la construcción de un orden “social y democrático de derecho”, dirigido por un turno semejante al europeo occidental: con una fuerza demócrata-cristiana y otra socialdemócrata -unos con el rosario en la mano y otros, con el puño en alto-. La derecha, ahí, se contentó con la mera existencia: alguna posibilidad de gobierno, la misa y una economía más o menos abierta. "Lo de los valores, para ellos, que de eso viven", pensaron… erróneamente.

El Partido Popular nunca ha entrado realmente en el debate político porque asume su perfil quintacolumnista, la gestión indecisa de lo público. Cuando la cosa va bien, el insulto de “facha” se recibe con superioridad. Pero, ay, cuando la crisis golpea fuerte, la derecha se encoge. Si les pasa hasta a los socialistas, que no pueden competir con las fuerzas emergentes, mucho más elocuentes y eficaces en su uso de la demagogia. La experiencia de gobierno, aquí, los condena.

Albert Rivera padece también de este vértigo atroz al estigma. “Sois el filial del PP”, le dicen. Y Rivera tartamudea, trata de agarrar algo que se parezca a una idea, a un principio como los que maneja Iglesias con astuta brillantez. Quiere darle la vuelta a la tortilla y se pierde en Venezuela, se enreda con Otegi. ¿Por qué, si afirma tener razones, no las defiende con más seguridad? Porque no lo cree. Lo dice, quizás lo piense, pero no lo cree, porque Rivera y la derecha (también la izquierda sin cafeína, si queda alguna tras la marea morada) no encuentran un santoral, un mito fundador que los explique más allá del “sentido común”.

Iglesias gana siempre porque promete poner al estado en plenitud, porque anuncia la política que conducirá al bienestar por el camino más corto: el reparto. Podemos recoge la ideología constitucional y la lleva a la máxima velocidad. Rivera balbucea algo sobre la sociedad civil, sobre la necesidad de eliminar duplicidades y de abrir mercados y eso no llega al personal porque es un asunto mucho más complejo, alejado de la raíz del estado español (y de la cultura del país), que no alude a los bolsillos, a la cesta de la compra de mañana mismo.

Como dicen algunos, el triunfo ideológico del liberalismo es siempre paradójico, nunca directo. Y aquí, en un país de discurso único a favor del estado, en el que el mercado sólo se menciona para recordar que debe ser “corregido”, votar al original, al más seguro en esa opción total, es perfectamente lógico. “En esta familia somos conservadores”, me dijeron en EEUU. “En este país somos estatistas”, podríamos responderles. Rivera aspira a serlo, como Sánchez (¡incluso como Mariano!). Pero sólo se lo cree Iglesias; sólo lo es Iglesias. Eso sí, sin entrar en detalles, no vayan a darse cuenta.               

sábado, junio 04, 2016

Despertar*



Los que confiamos en un gesto de última misericordia no podemos vestir la esperanza con adornos inverosímiles. Hay que rebajar las expectativas, adecuarlas a este universo sutil que, también sutilmente, habrá de apagarse. No será traumático; de hecho, nuestra generación ya lo ha probado todo en dosis homeopáticas: las películas de Hollywood proporcionan ensayos que, precisamente por su abuso de los efectos especiales, han vacunado al personal contra un desenlace apocalíptico. La vida eterna, si llega, se desplegará de un modo familiar, basado en la recuperación de ámbitos perdidos, de aromas que ya apenas ocupan lugar en la memoria. Todo será reivindicado. Todo nos será devuelto.

El poeta checo Vladimír Holan fue capaz de verlo y de escribirlo. Su poema ‘Resurrección’ -en la versión castellana de Clara Janés- anticipa este aliento: “¿Que después de esta vida tengamos que despertarnos un día/ aquí/ al estruendo terrible de trompetas y clarines?/ Perdona, Dios, pero me consuelo/ pensando que el principio de nuestra resurrección,/ la de todos los difuntos,/ la anunciará el simple canto de un gallo...”.

No se producirá una gran explosión, no asistiremos a un último sacrificio. Será un despertar confortable, inesperado; a eso sí vale la pena encomendarse. Holan recoge ese “susurro de brisa suave” -en el que el profeta Elías reconoció al Señor- y nos devuelve lo pequeño como la parte mejor del mundo. Quizás esto sea suficiente. Debería serlo.

Existe, nadie lo duda, una aspiración de vuelo alto, la reivindicación de conquista personal. Holan desviste esa esperanza, la pone a descansar en el hogar más temprano. La segunda estrofa lo remata: “Entonces nos quedaremos aún tendidos un momento…/ La primera en levantarse/ será mamá… La oiremos/ encender silenciosamente el fuego,/ poner silenciosamente el agua sobre el fogón/ y coger con sigilo del armario el molinillo de café./ Estaremos de nuevo en casa”.

Nada puede añadirse a esta confianza escueta, en absoluto sostenida sobre dogmas o vulgares exhibiciones de poder. Volver a casa. Qué poco trabajo cuesta pronunciar esas palabras, conectar la garganta con el espíritu. El poema de Holan señala, quizás, el camino más amado: no el de la justicia (la victoria final del débil), sino el de la madre recuperada, la familia reconstruida. Es la fórmula tribal que, precisamente por serlo, nos ata siempre a ese amor sin perspectivas y sin exigencias. El poeta checo se consolaba pensando en volver a ver a su madre en la misma casa de siempre, con todas sus cosas cerca. Holan confortaba su corazón anhelando un reencuentro imposible con la infancia. La naturaleza, la realidad, nos avisa del delirio. No puede decirse nada más; es inútil proclamar certezas.

La reunión con todos los que murieron antes. Personas y animales, ojo. Imaginen ese definitivo despertar, escuchando también sus pasos tímidos; observando cómo se aproxima y olisquea la mano que se le tiende. Y alegrándose de verlo feliz, moviendo el rabo, como antes.

* Columna publicada el 3 de junio de 2016 en El Diario Montañés.