Los que confiamos en un gesto de última misericordia
no podemos vestir la esperanza con adornos inverosímiles. Hay que rebajar las
expectativas, adecuarlas a este universo sutil que, también sutilmente, habrá
de apagarse. No será traumático; de hecho, nuestra generación ya lo ha probado
todo en dosis homeopáticas: las películas de Hollywood proporcionan ensayos
que, precisamente por su abuso de los efectos especiales, han vacunado al
personal contra un desenlace apocalíptico. La vida eterna, si llega, se
desplegará de un modo familiar, basado en la recuperación de ámbitos perdidos,
de aromas que ya apenas ocupan lugar en la memoria. Todo será reivindicado.
Todo nos será devuelto.
El poeta checo Vladimír Holan fue capaz de verlo y de
escribirlo. Su poema ‘Resurrección’ -en la versión castellana de Clara Janés- anticipa
este aliento: “¿Que después de esta vida tengamos que despertarnos un día/ aquí/
al estruendo terrible de trompetas y clarines?/ Perdona, Dios, pero me
consuelo/ pensando que el principio de nuestra resurrección,/ la de todos los
difuntos,/ la anunciará el simple canto de un gallo...”.
No se producirá una gran explosión, no asistiremos a un
último sacrificio. Será un despertar confortable, inesperado; a eso sí vale la pena
encomendarse. Holan recoge ese “susurro de brisa suave” -en el que el profeta
Elías reconoció al Señor- y nos devuelve lo pequeño como la parte mejor del
mundo. Quizás esto sea suficiente. Debería serlo.
Existe, nadie lo duda, una aspiración de vuelo alto, la
reivindicación de conquista personal. Holan desviste esa esperanza, la pone a descansar
en el hogar más temprano. La segunda estrofa lo remata: “Entonces nos
quedaremos aún tendidos un momento…/ La primera en levantarse/ será mamá… La
oiremos/ encender silenciosamente el fuego,/ poner silenciosamente el agua
sobre el fogón/ y coger con sigilo del armario el molinillo de café./ Estaremos
de nuevo en casa”.
Nada puede añadirse a esta confianza escueta, en
absoluto sostenida sobre dogmas o vulgares exhibiciones de poder. Volver a
casa. Qué poco trabajo cuesta pronunciar esas palabras, conectar la garganta
con el espíritu. El poema de Holan señala, quizás, el camino más amado: no el
de la justicia (la victoria final del débil), sino el de la madre recuperada,
la familia reconstruida. Es la fórmula tribal que, precisamente por serlo, nos
ata siempre a ese amor sin perspectivas y sin exigencias. El poeta checo se
consolaba pensando en volver a ver a su madre en la misma casa de siempre, con todas
sus cosas cerca. Holan confortaba su corazón anhelando un reencuentro imposible
con la infancia. La naturaleza, la realidad, nos avisa del delirio. No puede
decirse nada más; es inútil proclamar certezas.
La reunión con todos los que murieron antes.
Personas y animales, ojo. Imaginen ese definitivo despertar, escuchando también
sus pasos tímidos; observando cómo se aproxima y olisquea la mano que se le
tiende. Y alegrándose de verlo feliz, moviendo el rabo, como antes.
* Columna publicada el 3 de junio de 2016 en El Diario Montañés.
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