domingo, junio 05, 2016

Partido de vuelta



Lo he contado alguna vez: mi primer contacto con una persona conservadora tuvo lugar en la ciudad estadounidense de Fredericksburg (Virginia) en 1998. Recuerdo el momento exacto en el que la señora Norman, mientras preparaba cualquier cosa en la cocina, me dijo: “en esta familia somos conservadores”. Quedé sorprendido y admirado por la sinceridad, por el aplomo. Yo venía de un país tomado por socialdemócratas y centrorreformistas -con un presidente del Gobierno, no precisamente de izquierdas, que decía leer a Manuel Azaña-, donde el consenso ideológico y el lenguaje eufemístico convertían cualquier mención a la derecha en un insulto. Así pasábamos la adolescencia. Eran los felices noventa.

Aprendí entonces que la convivencia entre personas diferentes, matizadas ideológicamente por su capacidad electiva, es perfectamente posible, al menos, en Estados Unidos. Un año más tarde, en Lancaster (Pennsylvania), un hombre me relató su paso del catolicismo a una rama protestante porque creía en el sexo “sólo para pasarlo bien”. Esas molestias que se toman al otro lado del Atlántico, esa disposición a la ruptura que concilia su forma de vida con determinados principios políticos o religiosos, no las he visto nunca en mi país. Aquí, uno se declara católico “a su modo”, tranquilamente, sin pisar un templo, sin asumir los dogmas. Se llega al pecado, pero nunca al abandono. Uno nace y muere ocupando el mismo espacio espiritual... Y político.

En España, rara vez se topa uno con votantes del Partido Popular. Es extraño, teniendo en cuenta su condición de fuerza política electoralmente dominante. El discurso hegemónico es de izquierdas y todos, a ambos lados, compiten por erigirse en los representantes más puros del sentir ciudadano. Al PP, esa aparente impostura sólo puede costarle caro en momentos de plena excepción institucional. Mientras el viento sopla favorable, enarbola su teórica pericia en la gestión del dinero. Cuando pintan bastos, sin embargo, la cosa cambia y la corrupción tolerada por los votantes -o el discurso gris, apenas coloreado por tenues referencias a la unidad nacional (mientras pacta con los nacionalistas)- se vuelve veneno. A la derecha, al menos en España (donde, recordemos, el discurso político es único, como únicas son la tribu y la religión, y múltiples las máscaras), le exigen que tire de valores y principios y ahí ya no puede. Y, como no puede, sus votantes callan.  

En realidad, en pocos lugares existe un orgullo liberal o conservador (hasta a la Thatcher le enseñaron la puerta de salida sus propios compañeros 'tories'). La razón es sencilla: la política es el terreno exclusivo de la izquierda. El sentido último de la actividad partidista, que se resume en la operatividad del estado, descansa en un discurso de apropiación de bienes privados para su posterior distribución. Punto. Desde esa perspectiva, desde esa cosmovisión, la existencia de un ente coercitivo que administra la desigualdad para paliarla es la razón de ser de tanto diputado y tanto concejal. Si no, ¿de qué?

Tras la muerte de Franco, se propició la construcción de un orden “social y democrático de derecho”, dirigido por un turno semejante al europeo occidental: con una fuerza demócrata-cristiana y otra socialdemócrata -unos con el rosario en la mano y otros, con el puño en alto-. La derecha, ahí, se contentó con la mera existencia: alguna posibilidad de gobierno, la misa y una economía más o menos abierta. "Lo de los valores, para ellos, que de eso viven", pensaron… erróneamente.

El Partido Popular nunca ha entrado realmente en el debate político porque asume su perfil quintacolumnista, la gestión indecisa de lo público. Cuando la cosa va bien, el insulto de “facha” se recibe con superioridad. Pero, ay, cuando la crisis golpea fuerte, la derecha se encoge. Si les pasa hasta a los socialistas, que no pueden competir con las fuerzas emergentes, mucho más elocuentes y eficaces en su uso de la demagogia. La experiencia de gobierno, aquí, los condena.

Albert Rivera padece también de este vértigo atroz al estigma. “Sois el filial del PP”, le dicen. Y Rivera tartamudea, trata de agarrar algo que se parezca a una idea, a un principio como los que maneja Iglesias con astuta brillantez. Quiere darle la vuelta a la tortilla y se pierde en Venezuela, se enreda con Otegi. ¿Por qué, si afirma tener razones, no las defiende con más seguridad? Porque no lo cree. Lo dice, quizás lo piense, pero no lo cree, porque Rivera y la derecha (también la izquierda sin cafeína, si queda alguna tras la marea morada) no encuentran un santoral, un mito fundador que los explique más allá del “sentido común”.

Iglesias gana siempre porque promete poner al estado en plenitud, porque anuncia la política que conducirá al bienestar por el camino más corto: el reparto. Podemos recoge la ideología constitucional y la lleva a la máxima velocidad. Rivera balbucea algo sobre la sociedad civil, sobre la necesidad de eliminar duplicidades y de abrir mercados y eso no llega al personal porque es un asunto mucho más complejo, alejado de la raíz del estado español (y de la cultura del país), que no alude a los bolsillos, a la cesta de la compra de mañana mismo.

Como dicen algunos, el triunfo ideológico del liberalismo es siempre paradójico, nunca directo. Y aquí, en un país de discurso único a favor del estado, en el que el mercado sólo se menciona para recordar que debe ser “corregido”, votar al original, al más seguro en esa opción total, es perfectamente lógico. “En esta familia somos conservadores”, me dijeron en EEUU. “En este país somos estatistas”, podríamos responderles. Rivera aspira a serlo, como Sánchez (¡incluso como Mariano!). Pero sólo se lo cree Iglesias; sólo lo es Iglesias. Eso sí, sin entrar en detalles, no vayan a darse cuenta.               

No hay comentarios: