Me pregunto si la sopa no estará todavía
demasiado caliente. Sé que tú me esperas al final de este pasillo largo, sentado
a la mesa, la cabeza gacha. Recuerdo lo pequeño que se me hacía antes el piso,
lo rápido que eras capaz de moverte; el silencio del edificio en aquellas
noches agrias. No se parece a este silencio de ahora, mientras cargo con la
sopera, y ya no queda miedo. A veces, me siento culpable y silbo para que sepas
que estoy muy cerca, que todo está en orden. Qué tonta. Tú no vas a decir nada.
Me llamaron al trabajo un martes por la tarde.
Dijeron que la cosa era grave y permanente. Te habías desplomado en medio de la
calle. Yo escuchaba con atención el relato de nuestra nueva desgracia, pero desde
una extraña sensación de ligereza. Ahora no hablas y no te mueves. Yo me ocupo
de ti y limpio con cuidado ese hilo de baba que resbala una y otra vez de tu
boca torcida. Miras hacia abajo, en un gesto que yo no puedo interpretar. Los
médicos no saben si te das cuenta de las cosas. Pero yo aún te reconozco bajo
esa capa arrugada de sudor y carne.
Los vecinos me preguntan en el ascensor, en
el portal. Las conversaciones son breves.
-
¿Qué
tal está Antonio?
-
Igual.
No dicen nada más. Sus preguntas son gestos
de mera cortesía, como si demostrando cierta indiferencia, reaccionaran, al fin,
a todos aquellos gritos. Pero es demasiado tarde. Tú ya no puedes hacerme daño.
Cuando me lo hacías, ellos hablaban del tiempo sin mirarme a la cara. Así
funciona el mundo. No les guardo rencor. Cada uno se preocupa de lo suyo.
La pequeña dice que todos estaríamos mejor si
te ingresáramos en una residencia, que ella lo pagaría encantada. Nunca la
tocaste, tuvo esa suerte. Hizo bien en marcharse a Londres cuando tuvo la
oportunidad. Todos debemos vivir nuestra vida. A ella le va bien. Paul es un
hombre estupendo. “Los niños adoran a su ‘granny’”. Yo también los quiero
mucho. Pero éste es mi hogar. No lo entiende.
Poca gente lo entiende. Hoy, es un sábado
cualquiera y camino por el pasillo. La sopera echa humo, yo silbo y van a
empezar las noticias. La puerta del baño está abierta y, al pasar, puedo verme
reflejada en el espejo. Me detengo un instante. No estoy mucho más estropeada
que hace, digamos, cinco años. Soy una mujer de sesenta y ocho que ha preparado
la comida, como tantas otras veces. Mi marido me espera sentado a la mesa.
Vamos a ver juntos las noticias. No hay nada de malo en eso. Otros preferirían encontrarme
rendida a la depresión, llena de rabia y deseos de venganza. Pero yo no soy
así.
Yo soy una buena esposa que ha preparado una
sopa, quizás demasiado caliente, a su marido, que la espera en el salón con la
tele encendida. Sonrío y el espejo me devuelve la imagen de una mujer feliz,
como en un cartel de los años cincuenta. Me parezco mucho a mi madre, también
ella sonreía siempre. Primero, te pondré la servilleta y limpiaré ese hilo de
baba que asoma de tu labio húmedo. Después, serviré la sopa para que vaya
enfriando. No quiero que te quemes. Voy a demostrar que soy mejor que todo eso;
que soy mejor que tú. Me sentaré a tu lado y te llevaré la cuchara a la boca.
Pero, antes, soplaré. Soplaré todo el tiempo que haga falta, ¿ves cómo lo hago?
Voy a soplar muy fuerte.