Mariano Rajoy tomó la palabra
un poco antes de que el Congreso de los Diputados entrara en ebullición. “No
pido la luna -dijo-. Pido un gobierno previsible”. Los mordiscos de la protesta
no buscaban esta vez su triunfante cuerpo gallego, sino las deslucidas carnes
socialistas, arrugadas sobre sus más de ochenta escaños. Las frases del
presidente se deslizaron con sigilo entre histéricas alusiones al golpismo
hasta desaparecer bajo la presión rufianesca. No le importó a Rajoy el
desplante; ya está hecho al perfil bajo. Y lo busca.
La derecha continúa desprendiéndose
del lastre. La pasada legislatura convenció a los dirigentes del Partido Popular
de que no pueden confiar sus expectativas a las muestras grandilocuentes de sus
querencias confesionales, ni a la beligerancia hacia el matrimonio igualitario,
ni al casticismo ‘neocon’ del último Aznar. Todo ese drama ideológico está
desactivado; no es un programa atractivo para los millones de personas que, más
allá de militancias todoterreno, deben auparlo a La Moncloa. Rajoy lo sabe,
pero sus adversarios, quizás, no saben que lo sabe.
La
crispación más reciente de la política española ha alumbrado partidos nuevos
que emergen como reacción ‘indignada’ a las políticas del Ejecutivo
conservador. En sus intervenciones públicas, en sus discursos y eventos ‘batasunizados’,
entre las mareas de banderas rojas o
republicanas, Génova cree haber encontrado el antídoto contra la corrupción
televisada y los coloquios perdidos. Rajoy es consciente de que, a estas
alturas -“España entre dos guerras civiles”-, ya sólo puede echar mano de aquellos
valores comunes a una amplia mayoría de ciudadanos; a saber, la unidad del país
ante el desafío independentista y la defensa de las instituciones frente al
populismo. En esto pone el presidente del Gobierno toda su complacencia.
Sin embargo, la batalla no
puede ser explícita ni descocada. El espectáculo deben darlo otros. Rajoy, como
Marko Ramius (con quien comparte iniciales), prefiere el poder de la discreción.
Recordemos, ahora, al veterano capitán soviético, personaje principal de ‘La
caza del Octubre Rojo’ (interpretado por un imponente Sean Connery), arengando
a sus hombres en el submarino nuclear. Imaginemos también a Rajoy, dirigiéndose
al Comité de Dirección: “Las órdenes son hacer una navegación silenciosa.
Temblarán ante el sonido de nuestro silencio”.
Para cumplir con el plan, le
viene estupendamente la enésima recaída de la izquierda en la tentación estética.
Con el PSOE fuera de combate y con una escandalosa confluencia Iglesias-Garzón que
aplaude los insultos periféricos y opta por la movilización callejera -borrándose,
así, de cualquier aspiración inclusiva-, Rajoy perdura como única opción
gubernamental en un país que teme la inseguridad.
Este panorama agitado será
beneficioso, quizás, para los intereses del PP en el corto plazo. Su apuesta
por la inhibición le garantiza años de relevancia. ¿Puede, no obstante,
sobrevivir una democracia representativa donde sólo unos alzan la voz? Por
ahora, eso sí, en estos tiempos prebélicos, la derecha se mueve como Octubre
Rojo en el agua.
* Columna publicada el 3 de noviembre de 2016 en El Diario Montañés.
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