Uno quisiera encontrárselos por
la calle o en el supermercado, acercarse educadamente a ellos mientras hacen
sus gestiones místicas y presentarse. Los interrogaría entonces sobre ese dios
suyo tan feroz que valora la superficie de las cosas y prefiere lo genital a la
comprensión de sus criaturas. A uno le gustaría aprovechar el paquidérmico paso
de ese autobús célebre para subirse a él, recoger trípticos o facilitar un
número de teléfono. Tendría ganas también de preguntar a los hijos de los
activistas si disfrutan todos de una heterosexualidad plácida o si alguno se
siente acomplejado, quizás, por unos padres tan seguros del correcto diseño del
mundo que no encuentran razones para el amor.
No se trata de engañar a nadie.
Es posible que la visión del autobús ofenda y provoque en el personal una rabia
incontenible o muchas ganas de reír por semejante alarde de ignorancia pagada. Pero
muchos queremos ese vehículo en la carretera; necesitamos ver la sordidez
naranja avanzando lentamente por Jesús de Monasterio, como ofrenda pública a
nuestra diversión y a nuestra libertad.
La sociedad abierta propone una
confrontación cotidiana con los demás. Y los demás son, también, sus opiniones,
sus errores, su rabia. La emancipación implica el progreso lento y posible; los
valores compartidos pero, antes, discutidos. Las garantías de expresión, por
supuesto, no son infinitas. Tienen un límite insalvable: el Código Penal. Las
democracias modernas han aprendido a encajar los ataques, permitiendo que se
combatan sus principales conquistas civiles. Esta debilidad las llena, sin
embargo, de sentido. Es necesario que la voluntad de censura recorra un
trayecto tortuoso, precisamente para evitar las decisiones arbitrarias del
poder.
Cuando se echa mano de las
leyes para combatir un discurso, se priva a la ciudadanía de su derecho a
discutirlo e, incluso, a ridiculizarlo. Un mensaje lleva consigo el riesgo de
su refutación. La palabra libre puede negarse; la sometida a juicio, no. Como
los neonazis, que esconden su verdadera naturaleza en la protesta contra la
prohibición de libros negacionistas -al igual que las organizaciones que exigen
el acercamiento a Euskadi de los presos de ETA, sustituyendo la apología del
terrorismo por una reivindicación penitenciaria-, también los responsables de
Hazte Oír pretenden transmitir, bajo una aparente perogrullada, la idea de que
la transexualidad amenaza el orden moral.
No
obstante, en ninguno de estos casos merece la pena enfangarse en la tentación
prohibicionista porque ellos maquillan muy bien sus intenciones. Se puede
hablar de muchas otras cosas: la transformación de Hazte Oír en una asociación
“de utilidad pública”, sus vínculos políticos con la extrema derecha, etc. Pero
jugar la carta del deito de odio supone elevar la ofensa a la máxima categoría, de
manera que unos encierran el autobús en la cochera, al tiempo que otros impiden cualquier utilización
no piadosa del fenómeno religioso. Las condenas reducen la libertad de todos,
pero eso no importa en un país convertido en campo de batalla.
* Columna publicada el 9 de marzo de 2017 en El Diario Montañés.
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