Si, después de morir, abrimos
los ojos y nos encontramos en alguna otra parte, sanos y a salvo bajo una luz
cálida, buscaremos, primero, los rostros más queridos. No existirá la prisa, ni
se reclamarán discursos sobre el origen del universo, la justicia prometida y
el significado del dolor. Querremos saber dónde están todos ellos, en qué hueco
del jardín disfrutan de esta nueva oportunidad interminable. Eso será lo
urgente: la felicidad del reencuentro.
La fiesta de la resurrección deberá
ser divertida y desordenada, colmada de abrazos y botellas. Todo indica que
Dios, ese huraño burócrata, apenas saldrá de la oficina. A Él le competerá,
quizás, pagar las facturas y mantener aseado el territorio de la salvación,
pero conocerle no nos quitará el sueño. Tampoco Él nos observará con demasiada
curiosidad. Lanzará, eso sí, alguna mirada tímida al respetable mientras se
aleja con su maletín a punto de reventar.
Todos sabemos que lo mejor de
nosotros mismos está reservado para nuestros semejantes; que no hay más amor
que el dirigido a un rostro capaz de recibirlo, ni más justicia que la
reivindicación del prójimo. Con eso debería bastar. Se trata, en definitiva, de
cultivar lo aprendido en este planeta que hoy habitamos, sometido al mal y al
placer.
La historia nos ha enseñado que
los milagros, si existen, apenas se distinguen de la fuerza de voluntad o de la
suerte. Son un primer contacto, una llama minúscula que alimentamos en la guerra
sin cuartel contra los monstruos. No hay signo más audaz y más rotundo de la
posibilidad de la esperanza que la decisión de un ser humano. La del
veinteañero Pablo Ráez, sin ir más lejos, recientemente fallecido. Pese al
lugar común, el joven malagueño no luchó contra la leucemia; eso es imposible. Otros
fueron los luchadores: su equipo médico, por ejemplo, y la quimioterapia. Ráez
hizo otra cosa igualmente admirable: peleó por la vida y dio utilidad al escaso
tiempo que le quedaba desde la fe del activista. Parece lo mismo, pero no lo
es.
La
célebre cita de Sartre: “lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino
lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros”. No se puede decir mejor. Por
supuesto, a nadie se le exige un comportamiento heroico ante la adversidad. Pablo
Ráez no quiso ser un héroe. Su humilde empeño consistió en construir espacios
de alegría, transcendiendo los límites de una enfermedad cruel. Él mismo lo explicó
en uno de sus últimos vídeos: “¿Qué mayor satisfacción que ayudar a los
demás?”. Nosotros, que no lo conocimos en persona, pudimos disfrutar del lado
más optimista de Ráez y aplaudir su lúcida campaña para aumentar las donaciones
de médula ósea. Su familia, sin embargo, estuvo con él hasta el final,
acompañándolo en su dolor. Ninguna buena empresa aplaca los males propios. Él
lo sabía. En realidad, todo el mundo lo sabe.
* Columna publicada el 23 de marzo de 2017 en El Diario Montañés
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