Qué bonito es el comer con
gente. Uno propone, otro acepta. Luego, la visita al mercado, la elección del
menú y una copita de vino. La presencia de los demás en la casa propia insinúa
el ámbito de lo privado. Una parte de la intimidad se expone para compartir lo importante.
Las comidas de negocios incomodan, precisamente, porque la belleza de la
botella terminada entre varios y los platos que se vacían -“queda un poco más
en la cocina”- se devalúan entre cálculos e intereses.
Ocurre lo mismo con la
proyección mediática de la gastronomía. El programa de Bertín Osborne, por
ejemplo, pretende conciliar los formatos favoritos del espectador: la exhibición
de pericia entre fogones y la cháchara. Los comensales muestran fotografías de
la niñez y, sobre ese lecho de confianza, vierten sutilmente un relato de
autobombo que no va dirigido a su interlocutor, sino al público. En este juego
de máscaras sobreactuó, hace más de un mes, José María Aznar. El expresidente rechazó,
eso sí, la conversación banal. No se trataba en absoluto de la faceta doméstica
del jubilado que evoca viejas batallas. Era, otra vez, el emperador.
La derecha se ha manejado
siempre con dificultad en los territorios de la comunicación y de la utopía.
Por eso, uno se escandaliza cuando sus representantes creen encontrar el
espacio donde dar sentido a la movilización. Quizás, todo se sostenga sobre
aquella frase del marqués de Tamarón: “En España no hay conservadores; hay
gente de derechas, pero conservadores, no”. Mucho más que una simple ‘boutade’.
En efecto, las filas del
Partido Popular las engrosan, dicen, democristianos, liberales, nacionalistas y
arribistas desertores del mercado de trabajo. Es la gran familia centrípeta
donde nadie se atreve a completar su verdadero programa: el dique frente a la
revolución. El PP ofrece al votante una vaga idea de estabilidad. España es su
único eslogan de mitin, con el que, por supuesto, especula cada vez que pacta
con los periféricos.
A José María Aznar le ocurre lo
que al abstemio que acepta un cubalibre en una boda. Durante su mandato, estimuló la opción de un patriotismo de raíz
constitucional -cabe recordar a los hoy olvidados concejales que, durante los
años duros de ETA, defendieron heroicamente junto a los socialistas la libertad
en el País Vasco-, insistió en la querencia católica y mantuvo una resistencia
férrea a desligarse del pasado franquista. En resumen, un monstruo de
Frankenstein demasiado frágil.
El rencor mide la derrota de un político. Aznar pretendió
algo imposible: llenar -desde el poder- el vacío intelectual y mediático de la
derecha con lo primero que encontró a mano. Fracasó. Hoy, sólo queda la queja. El
partido enarbola, de nuevo, la nada y recibe los ataques de todas las
ortodoxias. Gana elecciones por descarte, pero los efectos secundarios son terribles:
una estructura opaca, sin discurso defendible, con los atributos del clasismo de
siempre. Y la corrupción.
* Columna publicada el 19 de mayo de 2017 en El Diario Montañés.
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