La vida no se reduce a la escena de una
persona que camina lentamente junto a otra por los pasillos de un hospital. No se
reduce a ello, aunque uno tiende a pensarlo. El sentimiento brota en forma de
esfera: al principio, la pareja avanza sin obstáculos; ambos con idéntica
fuerza, felizmente confiados en la salud y en el futuro. De pronto, un año
cualquiera, uno de los dos se quiebra y el mundo alcanza entonces un tamaño
ajustado, compatible con la naturaleza y su caducidad. El error es, precisamente,
asumir el dolor como un destino irremediable. El fatalismo convertido en arma
contra el enemigo; el nacimiento de una opresión. Resulta obligado reconocer
que un dolor propio no es el de todos. Nuestro peor día puede ser el mejor de
la vida de alguien. Nuestra analítica coincide, en resumen, con una boda.
Hablamos, ojo, de la sabiduría más cara.
No lo sabemos con seguridad pero dicen que,
antes, el planeta era un lugar más pequeño, colmado de ritos que proporcionaban
orden y consuelo. La vida y sus amenazas coexistían en una placidez de miedos
callados; de introspección y fiestas de guardar. El tiempo, hoy, sin embargo, aparece
como un abismo profundo, un espejo
siniestro donde se solapan las imágenes de la realidad con todas las esperanzas
posibles. El fracaso no se explica ya con la blasfemia que aleja al individuo
de la fe y del grupo, sino con la inadaptación a los cambios económicos y
laborales.
La soledad se hace insoportable. Uno se
lamenta como quien pierde un tren de madrugada, cuando apenas queda nadie en
los andenes. No se trata de confundir la senda del triunfo, sino de verse
desbordado por la responsabilidad de pagar las facturas. Echamos de menos,
quizás, un itinerario más lento y musical en compañía de otros, pero también
despreciamos a esos otros que cantan los himnos y les basta. Se reivindica al
pueblo pero se rechaza la sociedad concreta por conservadora, por rancia o por
ignorante.
El individualismo intenso y fatal produce -en
las mentes entusiastas- una experiencia de la vida urbana que, en los últimos
años, no se sacia con la posibilidad del asfalto. Del desarraigo cosmopolita nacen
fórmulas colectivas que pretenden ser revolucionarias o tradicionales, pero se
entregan a la violencia inmediata y a la misma arrogante intolerancia de
siempre. El adanismo convierte cualquier ideología en una herramienta frágil en el largo plazo pero tremendamente eficaz en el
presente inflamado.
La “desinstitucionalización,
especialmente de la familia”, como señala el antropólogo francés David Le
Breton, alumbra monstruos en forma de drogas, alcohol y uniformes. De la
autodestrucción al Daesh, todo nacería del mismo malestar anónimo. Los partidos
alimentan las promesas de la secta. Por eso, la política es siempre agresión y
conflicto entre porcentajes. La gran tragedia contemporánea: apuntalar el
desencanto con la utopía, sin educar a la vez contra los totalitarismos.
* Columna publicada el 5 de mayo de 2017 en El Diario Montañés.
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