viernes, junio 16, 2017

El escritor*



Se muere el escritor y a uno le entran ganas de asomarse al mundo como él lo hacía, soltando el peso del oficio corriente y español. Ese alejarse del grupo en la asunción de la vía profética, crítica hacia su cultura, obliga, quizás, al riesgo. Cuando la vida se convierte en misión podrían deshacerse los lazos.

El escritor son muchos escritores que han abrazado la distancia como un ámbito imprescindible de su trayectoria. El exilio interior y el destierro forjan una raza especial de artistas. Pienso en Goytisolo, pero también en Jiménez Lozano, Bowles o en el Jünger emboscado. Marrakech, Tánger o Wilflingen, al igual que Alcazarén, son espacios donde el escritor completa su obra mezclándose al tiempo con la vida más exacta.

De esta manera, llegan el paseo por el mercado y los paisajes humildes y no del todo invadidos por la modernidad. El bullicio y el silencio establecen un equilibrio a menudo precario pero siempre posible, donde el escritor trabaja sin el lastre de la polémica y de la portavocía gobernante u opositora.

Pero el escritor se ve igualmente tentado por el viejo heroísmo. La excepcionalidad de su profesión actúa como canto de sirena que lo arrastra hacia la calle. El asesinato en Londres de Ignacio Echeverría demuestra, sin embargo, que ya no puede confiarse todo al perfil sacrificial del intelectual comprometido. Esta cómoda perspectiva tranquiliza al ciudadano medio, que asiste admirado a la lucha de los otros. La muerte del español refleja la aparición de un nuevo tipo de héroe que nace de un nuevo tipo de guerra.  

Pareciera que la violencia no existe en el sueño de la placidez acumulativa, del buen puesto de trabajo, de una casa en las afueras con un perro y algún niño. Pero la humanidad resiste a la ausencia de mitos. Ya nadie piensa en héroes pero lo decimos porque nos recuerda alguna película, acaso la afición infantil por las novelas de aventuras. Echeverría se parece a un héroe pero sin la intención de la gloria; simplemente, buscaba la solución a un problema. Al titular, exageramos los motivos y las convicciones. La realidad es mucho más tosca, más generosa y más bella.  

Convertirse en un ser humano (en un valiente ser humano) no exige de grandes palabras o de complejas fórmulas espirituales. No cabe mayor desafío que la normalidad de las cosas en su despliegue cotidiano, en la sensatez de conocer las propias fuerzas. Echeverría patinaba, era abogado y tenía amigos. Era católico. Las identidades, pese a lo que a diario tratan de vendernos, no se  excluyen. La personalidad es siempre amplitud.   

Frente a las atalayas del desprecio, sólo en el contacto íntimo con la responsabilidad podemos defendernos de la muerte, evitar su dominio. El asesinato de Ignacio Echeverría se empapó de actualidad, pero su decisión es heroica porque es sencilla; es el puro hacer que nos justifica en la existencia.

* Columna publicada el 15 de junio de 2017 en El Diario Montañés

lunes, junio 12, 2017

Grietas



Tal vez, bastaría con deslizarse como una serpiente astuta entre las grietas del tiempo, aprovechando el fruto que brota de cada experiencia. Habría, así, algo de lo que enorgullecerse; un pequeño oasis de satisfacción en la sutil avalancha. La agilidad del cuerpo acostumbrado al relieve de los días, sin temor a un mal paso porque los malos pasos, precisamente, serían alimento y conquista.    

lunes, junio 05, 2017

Un buen futuro*



Trabajaron la ilusión de vivir sin tribu; el espejismo de la desnudez. Crecieron en el silencio, improvisando ceremonias y uniformes como último reciclaje. Los poetas que sucumbieron a la tentación de la pose extemporánea se rindieron luego al dogma más vulgar. Valía la pena, quizás, asumir el discurso que emergía cotidianamente de todas las publicaciones y de todas las pantallas. La vida se llenaba de exigencias cada vez más amargas: un sueldo minúsculo, una familia precaria. Era el planeta fragmentado, cosido aún a los restos de la vieja sabiduría.

Insistieron en la intemperie, pero no había alternativa, ni modelos; únicamente el cinismo que sustituyó a la Ilustración -desafiada una y mil veces por los enemigos del burgués-. ¿Quién iba a decirles que la felicidad por la victoria de la democracia alumbraría esta época donde ya nadie confía en poder salvar los muebles?  

El silencio no es para todo el mundo. Se posa en exclusiva sobre aquellos que no pueden pagarse una nueva fe o carecen de un talento incontestable. Han sido demasiados los días de desprecio metódico hacia la cultura; muy alta la apuesta por los instintos del liderazgo rentable. Pero del silencio no nace la quietud, sino el orgullo y una irresponsable conciencia de fragilidad. El “no dejan alternativa” actúa como elemento justificador de todos los crímenes. El mantra se balbucea en las tertulias o se proclama en las manifestaciones. La propia decisión también desaparece como medida del bien. Ya no responden ante nadie.

El humor muere pronto y la esperanza dura lo que la salud. El hogar no puede servir de protección frente a una calle que es ya campo de batalla que se expande en cada territorio íntimo. Pero la oportunidad brota del peligro. Así, Julián Carrón comparte con Hannah Arendt la idea de que los problemas “nos hacen volver al desafío de las preguntas”.  El  teólogo afirma que “una crisis es una ocasión para establecer lugares donde escucharnos”.

Apagar el silencio, ¡qué provocación! Quizás, podrían empezar con susurros, tallando un futuro posible, menos trepidante, donde cupieran todos; donde poder conocer, por fin, a todos, como a Stephen Jones y Chris Parker, los dos sin techo que atendieron a las víctimas del atentado de Manchester inmediatamente después de la explosión.

La sociedad es implacable. Por eso, cada vez resulta más difícil convencer al personal de que el esfuerzo merece la pena. La incertidumbre, decían, es el precio que pagamos por la lectura sin trabas, pero el saldo se agota en cada mentira, en cada malversación. También la multitud oculta a sus monstruos. Reino Unido, sacudido por el mal; Francia, acostumbrada al derramamiento de sangre. El mundo entero, bajo amenaza. Desde el  fatalismo occidental, nos entregamos a la seguridad de la cerca. Porque la militancia no es el resultado de la asunción de un sistema de valores, sino, precisamente, el fin de toda realidad y de toda conciencia.

* Columna publicada el 1 de junio de 2017