Se muere el escritor y a uno le
entran ganas de asomarse al mundo como él lo hacía, soltando el peso del oficio
corriente y español. Ese alejarse del grupo en la asunción de la vía profética,
crítica hacia su cultura, obliga, quizás, al riesgo. Cuando la vida se
convierte en misión podrían deshacerse los lazos.
El escritor son muchos
escritores que han abrazado la distancia como un ámbito imprescindible de su trayectoria.
El exilio interior y el destierro forjan una raza especial de artistas. Pienso
en Goytisolo, pero también en Jiménez Lozano, Bowles o en el Jünger emboscado.
Marrakech, Tánger o Wilflingen, al igual que Alcazarén, son espacios donde el
escritor completa su obra mezclándose al tiempo con la vida más exacta.
De esta manera, llegan el paseo
por el mercado y los paisajes humildes y no del todo invadidos por la
modernidad. El bullicio y el silencio establecen un equilibrio a menudo
precario pero siempre posible, donde el escritor trabaja sin el lastre de la
polémica y de la portavocía gobernante u opositora.
Pero el escritor se ve
igualmente tentado por el viejo heroísmo. La excepcionalidad de su profesión
actúa como canto de sirena que lo arrastra hacia la calle. El asesinato en
Londres de Ignacio Echeverría demuestra, sin embargo, que ya no puede confiarse
todo al perfil sacrificial del intelectual comprometido. Esta cómoda
perspectiva tranquiliza al ciudadano medio, que asiste admirado a la lucha de
los otros. La muerte del español refleja la aparición de un nuevo tipo de héroe
que nace de un nuevo tipo de guerra.
Pareciera que la violencia no
existe en el sueño de la placidez acumulativa, del buen puesto de trabajo, de
una casa en las afueras con un perro y algún niño. Pero la humanidad resiste a
la ausencia de mitos. Ya nadie piensa en héroes pero lo decimos porque nos
recuerda alguna película, acaso la afición infantil por las novelas de
aventuras. Echeverría se parece a un héroe pero sin la intención de la gloria;
simplemente, buscaba la solución a un problema. Al titular, exageramos los
motivos y las convicciones. La realidad es mucho más tosca, más generosa y más
bella.
Convertirse en un ser humano
(en un valiente ser humano) no exige de grandes palabras o de complejas
fórmulas espirituales. No cabe mayor desafío que la normalidad de las cosas en
su despliegue cotidiano, en la sensatez de conocer las propias fuerzas.
Echeverría patinaba, era abogado y tenía amigos. Era católico. Las identidades,
pese a lo que a diario tratan de vendernos, no se excluyen. La personalidad es siempre
amplitud.
Frente
a las atalayas del desprecio, sólo en el contacto íntimo con la responsabilidad
podemos defendernos de la muerte, evitar su dominio. El asesinato de Ignacio
Echeverría se empapó de actualidad, pero su decisión es heroica porque es sencilla;
es el puro hacer que nos justifica en la existencia.
* Columna publicada el 15 de junio de 2017 en El Diario Montañés
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