lunes, julio 31, 2017

Los buenos*



Una lectura suspicaz de la Biblia puede llevarnos a la siguiente conclusión: para cumplir su plan, Dios necesita hacer virguerías, mientras que al Diablo le basta con que las cosas sean. Las sagradas escrituras remarcan esa distancia terrible entre el Creador, todopoderoso y siempre espectacular, y la creación débil, fácilmente propensa a la catástrofe. Es verdad que, a medida que el texto avanza, uno asiste al desnudamiento de la divinidad; a su conversión en una inmensa fuente de moral contra todas las amenazas del mundo.

Resulta, incluso, emocionante caer en la cuenta de ese cambio. El tipo duro desvela sus verdaderas motivaciones: la reivindicación de lo pequeño, de lo hundido por la injusticia. Pero participa cada vez menos. La denuncia releva a la ejecución; el susurro sustituye a las plagas de Egipto.

Lo que no cambia, sin embargo, es la clave dialógica de la Biblia. Es indiscutible que existe un hilo que vincula, más allá de la fe, a todos sus redactores; a saber, la preocupación por el mal y por el dolor, angustias irresistibles para las almas nobles. A Dios se le pide, se le reza y se le exige misericordia, como Abraham en Sodoma (“¿en verdad destruirás al justo junto con el impío?”). La posibilidad de la queja pasa por la previa asunción de la cercanía de Dios, de su intimidad y, por supuesto, de su libertad. En este sentido, Karl Rahner destacaba al Dios de Israel que “realiza elecciones y establece diferencias, está cerca o lejos según su voluntad”. Frente a la cruel naturaleza, se espera una intervención. Pero, hasta entonces, ¿dónde están los buenos?

La semana pasada, supimos de la detención de Ángel María Villar. Antes, hemos sabido de otras detenciones. La lista de presuntos corruptos, de investigados y condenados en España, crece cada día y rebosa en la retina de cualquier espectador sensible. ¿De dónde sale toda esta gente? ¿Cómo es posible construir una vida cualquiera -siempre limitada en tiempo y en salud- sobre los cimientos del saqueo, de la ramplonería que, antes de mostrarse como estrategia del mal, participa en la actualidad como paradigma del éxito?

Cada detención televisada nos confirma en la sospecha de que, en realidad, nadie rechaza el delito, ni deja de aprovecharse dado el caso. Parece que esta interminable procesión criminal forma parte de una secuencia lógica de episodios de fama que concluyen necesariamente con alguna visita a los juzgados. Los buenos, aquí, son escasos e inservibles.

Vale la pena insistir: ¿dónde están los buenos? Sin duda, si queda alguno, estará escondido, apabullado por la competición, acomplejado por la moda y las alabanzas a la supervivencia en un mundo de asumida infelicidad. También la Biblia dice, ojo, que sólo Dios es bueno; es decir, que las multitudes que abarrotan, por ejemplo, los parques acuáticos no merecerían más que tierra y olvido, pero yo creo que tampoco es para ponerse así.

* Columna publicada el 28 de julio de 2017 en El Diario Montañés

martes, julio 18, 2017

El permiso*




El tiempo heroico es, en realidad, el tiempo de los verdugos. Nadie ha sido capaz de arrebatar una vida o de romper un escaparate sin disponer del conveniente permiso. La violencia se activa siempre desde un espacio discreto y seguro, como un dique que alguien retirase, dejando el cauce libre para la riada. No hay, por tanto, como dicen, un “clima de ira” o un “cambio de paradigma” que justifiquen la demolición de todas las certezas. La llama se aviva artificial e incansablemente. Es necesario que el malestar se perpetúe; no se puede desfallecer tras el diagnóstico.  

El siglo XX fue escenario de la ebullición política de las masas, dirigidas en todo momento por siniestras capillas firmemente ideologizadas. Se trató entonces, como ahora, de mostrar el señuelo de la “espontaneidad”, bajo el que se esconde el cálculo más cínico y controlador. La pretendida clase intelectual de Occidente suele caer una y otra vez en el engaño revolucionario, como en aquel idilio de la burguesía parisina de los años sesenta con la Revolución Cultural china. Los jóvenes guardias rojos, lejos de expresar su compromiso con la transformación social, despejaron el camino a Mao en su batalla por el control del Partido Comunista. Una tragedia, disfrazada de ingenua aventura. Hoy, una vez pasado el peligro, parece una chiquillada. No lo fue.     

No hubo, en efecto, nada romántico en el plan del ‘Gran Timonel’; sólo el encantamiento sobre un país dominado por un símbolo irresistible. Este engaño esconde una estrategia conocida y cultivada por cualquier vanguardia golpista. Más que la solución de un problema importa el enquistamiento, su potencialidad para provocar un estallido. Tampoco corresponde el arraigo de valores como la libertad; se prefiere, por el contrario, el alistamiento, la comprensión del individuo como miembro de un grupo beligerante.   

En este sentido, resulta revelador observar los movimientos de los convencidos, permanentemente en guardia en la plaza pública contra todas las desviaciones. Cuando la sociedad asume este estado de cosas, a los herejes se les pone cara de mártires. Ni siquiera un palmarés más o menos progresista garantiza la inmunidad del disidente. Ya pasaron los años de la polémica cómoda y del intercambio de cartas al director. El prestigio del escritor y del intelectual se discute y se arroja a un pozo hondo. Saben que la ridiculización pública es mucho más útil que cualquier debate sereno. Y mucho más fácil: destruir una reputación mancha menos que eliminar a una persona.   


Conviene, sin embargo, no deprimirse. No existe la inevitabilidad que pretenden los profetas del Pueblo. Las estampidas se agotan pronto tras el primer susto. Lo que viene después no es la indignación o la “atmósfera de cambio” que justifica cualquier sacrificio en nombre de la ‘Causa’, sino una orden directa y escueta. Como la orden que le dieron a Txapote de descerrajar dos disparos en la nuca a Miguel Ángel Blanco hace veinte años.

* Columna publicada el 13 de julio de 2017 en El Diario Montañés.

viernes, julio 07, 2017

Lecturas*



Como ahora vivimos todos juntos y apenas nos separa el hormigón, uno puede abandonar el lugar terrible y, al rato, atravesar otras calles repletas de felicidad y de terrazas. Esa premura en el cambio de paisaje convence de la pequeñez o de la riqueza de los otros como prueba de nuestra insignificancia. Nada cabe concluir de la propia experiencia porque, en la tortura del ser anónimo, nada de lo sufrido importa. Nada heroico resplandece del dolor, sólo un recorrido grave que no puede ser contado para no asustar.

El malestar de la juventud en una ciudad cualquiera, la vida del aspirante a profesional mediocre -el buen lector venido a menos-, aturdido por las exigencias de alimento y promoción, raspan la piel y las posibilidades. Se ha renunciado a demasiadas cosas, pero nunca a la inteligencia.

Porque no se trata del número de lecturas, sino de la pérdida del prójimo como garantía de un planeta sin dogmas. La sustitución de la solidaridad por un sinnúmero de tribus cosidas al odio representa la amenaza más atroz porque no es nueva. La querencia sectaria brota, imaginamos, del fracaso de una institucionalidad que no ha sabido ofrecer nada apetitoso en lugar de la nación, esa vieja trampa.

El respeto es el único valor operativo y defendible en una sociedad abierta. Cuando se produce la involución moral y las hordas reclaman el interés propio (cualquiera que este sea), el desprecio del anciano intelectual no sirve y el sacrificio se propone sin réplicas. Lo hemos vivido antes.  

Los jóvenes que se asoman por primera vez a la política sufren de una histeria sin certezas. Frente al cruel silencio del Estado, buscan voces con versos nuevos, seductores, en la era digital. La guerrilla del teclado y la facilidad con la que se activa la propaganda contra los valores universales reducen el peso de la vida humana. Hoy, mueren toreros, políticos o transeúntes e, inmediatamente, individuos instruidos y calculadores se colocan la máscara del mal y escupen rencor sobre el cadáver. Porque la persona ya no importa, sino la adscripción a una tribu enemiga.  

En el campo embarrado los totalitarios siempre marcan algún gol. Sortean la condición electoral en el desprestigio del orden democrático para ir sembrando diferencias y sustituyendo la ciudadanía por la militancia. Estos nuevos ogros creen tener derecho a la destrucción. Para sus líderes, la batalla consiste en la burla, no en el intercambio de argumentos. Escuchar al adversario esconde, piensan, una peligrosa debilidad. Ya no es posible atender a las razones del interlocutor; primero, se busca la trinchera de donde emerge la voz para sacar el trapo blanco o disparar.             

El cambio social llegará de aquellos que proponen una nueva mitología, pero sólo se confía en quien no tendrá reparos en hundir el puñal. De ahí que hayamos sido testigos, durante los últimos años, de la conversión de los cursis en implacables comisarios políticos.

* Columna publicada el 30 de junio de 2017 en El Diario Montañés