Como ahora vivimos todos juntos y apenas nos separa el hormigón,
uno puede abandonar el lugar terrible y, al rato, atravesar otras calles
repletas de felicidad y de terrazas. Esa premura en el cambio de paisaje convence
de la pequeñez o de la riqueza de los otros como prueba de nuestra insignificancia.
Nada cabe concluir de la propia experiencia porque, en la tortura del ser
anónimo, nada de lo sufrido importa. Nada heroico resplandece del dolor, sólo
un recorrido grave que no puede ser contado para no asustar.
El malestar de la juventud en una ciudad cualquiera, la vida del
aspirante a profesional mediocre -el buen lector venido a menos-, aturdido por
las exigencias de alimento y promoción, raspan la piel y las posibilidades. Se
ha renunciado a demasiadas cosas, pero nunca a la inteligencia.
Porque no se trata del número de lecturas, sino de la pérdida
del prójimo como garantía de un planeta sin dogmas. La sustitución de la
solidaridad por un sinnúmero de tribus cosidas al odio representa la amenaza
más atroz porque no es nueva. La querencia sectaria brota, imaginamos, del
fracaso de una institucionalidad que no ha sabido ofrecer nada apetitoso en
lugar de la nación, esa vieja trampa.
El respeto es el único valor operativo y defendible en una
sociedad abierta. Cuando se produce la involución moral y las hordas reclaman
el interés propio (cualquiera que este sea), el desprecio del anciano
intelectual no sirve y el sacrificio se propone sin réplicas. Lo hemos vivido
antes.
Los jóvenes que se asoman por primera vez a la política sufren de
una histeria sin certezas. Frente al cruel silencio del Estado, buscan voces
con versos nuevos, seductores, en la era digital. La guerrilla del teclado y la
facilidad con la que se activa la propaganda contra los valores universales reducen
el peso de la vida humana. Hoy, mueren toreros, políticos o transeúntes e,
inmediatamente, individuos instruidos y calculadores se colocan la máscara del
mal y escupen rencor sobre el cadáver. Porque la persona ya no importa, sino la
adscripción a una tribu enemiga.
En el campo embarrado los totalitarios siempre marcan algún gol.
Sortean la condición electoral en el desprestigio del orden democrático para ir
sembrando diferencias y sustituyendo la ciudadanía por la militancia. Estos nuevos
ogros creen tener derecho a la destrucción. Para sus líderes, la batalla
consiste en la burla, no en el intercambio de argumentos. Escuchar al
adversario esconde, piensan, una peligrosa debilidad. Ya no es posible atender
a las razones del interlocutor; primero, se busca la trinchera de donde emerge
la voz para sacar el trapo blanco o disparar.
El
cambio social llegará de aquellos que proponen una nueva mitología, pero sólo
se confía en quien no tendrá reparos en hundir el puñal. De ahí que hayamos
sido testigos, durante los últimos años, de la conversión de los cursis en implacables
comisarios políticos.
* Columna publicada el 30 de junio de 2017 en El Diario Montañés
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