El tiempo heroico es, en
realidad, el tiempo de los verdugos. Nadie ha sido capaz de arrebatar una vida
o de romper un escaparate sin disponer del conveniente permiso. La violencia se
activa siempre desde un espacio discreto y seguro, como un dique que alguien
retirase, dejando el cauce libre para la riada. No hay, por tanto, como dicen,
un “clima de ira” o un “cambio de paradigma” que justifiquen la demolición de
todas las certezas. La llama se aviva artificial e incansablemente. Es
necesario que el malestar se perpetúe; no se puede desfallecer tras el
diagnóstico.
El siglo XX fue escenario de la
ebullición política de las masas, dirigidas en todo momento por siniestras
capillas firmemente ideologizadas. Se trató entonces, como ahora, de mostrar el
señuelo de la “espontaneidad”, bajo el que se esconde el cálculo más cínico y controlador.
La pretendida clase intelectual de Occidente suele caer una y otra vez en el
engaño revolucionario, como en aquel idilio de la burguesía parisina de los
años sesenta con la Revolución Cultural china. Los jóvenes guardias rojos,
lejos de expresar su compromiso con la transformación social, despejaron el
camino a Mao en su batalla por el control del Partido Comunista. Una tragedia,
disfrazada de ingenua aventura. Hoy, una vez pasado el peligro, parece una chiquillada.
No lo fue.
No hubo, en efecto, nada
romántico en el plan del ‘Gran Timonel’; sólo el encantamiento sobre un país
dominado por un símbolo irresistible. Este engaño esconde una estrategia
conocida y cultivada por cualquier vanguardia golpista. Más que la solución de
un problema importa el enquistamiento, su potencialidad para provocar un
estallido. Tampoco corresponde el arraigo de valores como la libertad; se
prefiere, por el contrario, el alistamiento, la comprensión del individuo como miembro
de un grupo beligerante.
En este sentido, resulta
revelador observar los movimientos de los convencidos, permanentemente en
guardia en la plaza pública contra todas las desviaciones. Cuando la sociedad
asume este estado de cosas, a los herejes se les pone cara de mártires. Ni
siquiera un palmarés más o menos progresista garantiza la inmunidad del
disidente. Ya pasaron los años de la polémica cómoda y del intercambio de
cartas al director. El prestigio del escritor y del intelectual se discute y se
arroja a un pozo hondo. Saben que la ridiculización pública es mucho más útil
que cualquier debate sereno. Y mucho más fácil: destruir una reputación mancha
menos que eliminar a una persona.
Conviene, sin embargo, no
deprimirse. No existe la inevitabilidad que pretenden los profetas del Pueblo.
Las estampidas se agotan pronto tras el primer susto. Lo que viene después no
es la indignación o la “atmósfera de cambio” que justifica cualquier sacrificio
en nombre de la ‘Causa’, sino una orden directa y escueta. Como la orden que le
dieron a Txapote de descerrajar dos disparos en la nuca a Miguel Ángel Blanco
hace veinte años.
* Columna publicada el 13 de julio de 2017 en El Diario Montañés.
No hay comentarios:
Publicar un comentario