jueves, enero 11, 2018

El crimen*



Ocurre de vez en cuando. Tiene algo de secreto desvelado, de exhibición inoportuna. Se manifiesta de muchas maneras, pero suele parecer sutil, casi doméstico, para que sea plácidamente digerido y resulte, a la vez, indetectable. Cuando su existencia amenaza el orden de las cosas, los tribunales se ponen en marcha con expresiones de formalidad y boato, en un ejercicio que parte siempre de una idea simple y bellísima: el crimen no ha sido cometido.

Y es que se ha avanzado, dicen, para que la existencia del mal sea imposible; esa es la debilidad y la bendición de nuestra época. ¿Cómo incluir el riesgo de un ataque? La violación, por ejemplo, o el asesinato son los hechos irreparables, la desaparición del equilibrio. Es la tragedia absoluta. Ocurre, digo, de tarde en tarde, casi como la cruel manifestación de una advertencia.

La compasión hacia las víctimas decae, sin embargo, en sociedades donde la política lo ha ocupado todo. Sin la sencilla asunción de la humanidad del prójimo, de su derecho a ser con independencia de la utilidad que demuestre para el trabajo o para su condena, nos arriesgamos a restablecer la tribu. Ya está pasando. Nada hay tan útil para cohesionar un grupo como la identidad forjada en la exclusión. Las palabras son, aquí, fundamentales. Aunque parezca revolucionario, siempre se repite la misma fórmula siniestra: una minoría que aprovecha la querencia cínica y cómoda del respetable para difundir su argumentario como el único posible. Pero no basta con un argumentario, se necesita algo más.

La identidad brota entonces como imprescindible cizaña para la toma del poder. El militante se sabe miembro de algo extraordinario que le confiere el derecho a disponer de los otros cuerpos. De aquí parten todos los fenómenos totalitarios, que nunca se sostienen gracias a una sociedad cómplice, sino como fruto de la cobarde aceptación de la mayoría.

El cobarde es el verdadero enemigo de la ley; el ser aceptado por los predicadores, sin temor al golpe fatal o al rumor. Este cínico busca su seguridad en el momento inmediatamente posterior al crimen y lo justifica, añadiendo una supuesta responsabilidad en la víctima o una lectura alternativa de lo sucedido: “llevaba minifalda”, “era un facha”, “es un montaje”. Resulta curioso comprobar hasta qué punto la justicia no influye en la idea que tenemos de nosotros mismos o en nuestra opción ideológica. La secuencia de tragedias o desengaños no mina el instinto de victoria que es algo descaradamente humano. Queremos seguir adelante, eso es todo.

El criminal permanece en el mundo y eso, para algunos, lo confirma en su razón. Pero esto no es lo más importante. Urge contrarrestar los mensajes que, poco a poco, privan a la ley de su legitimidad, que instan a la desobediencia y señalan objetivos. Si no emerge un discurso que retome la idea de la humanidad, habrá ganado la revolución; es decir, el crimen. 

* Columna publicada el 31 de diciembre de 2017 en El Diario Montañés

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