Ocurre de vez en cuando. Tiene
algo de secreto desvelado, de exhibición inoportuna. Se manifiesta de muchas
maneras, pero suele parecer sutil, casi doméstico, para que sea plácidamente
digerido y resulte, a la vez, indetectable. Cuando su existencia amenaza el
orden de las cosas, los tribunales se ponen en marcha con expresiones de
formalidad y boato, en un ejercicio que parte siempre de una idea simple y
bellísima: el crimen no ha sido cometido.
Y es que se ha avanzado, dicen,
para que la existencia del mal sea imposible; esa es la debilidad y la
bendición de nuestra época. ¿Cómo incluir el riesgo de un ataque? La violación,
por ejemplo, o el asesinato son los hechos irreparables, la desaparición del
equilibrio. Es la tragedia absoluta. Ocurre, digo, de tarde en tarde, casi como
la cruel manifestación de una advertencia.
La compasión hacia las víctimas
decae, sin embargo, en sociedades donde la política lo ha ocupado todo. Sin la
sencilla asunción de la humanidad del prójimo, de su derecho a ser con
independencia de la utilidad que demuestre para el trabajo o para su condena,
nos arriesgamos a restablecer la tribu. Ya está pasando. Nada hay tan útil para
cohesionar un grupo como la identidad forjada en la exclusión. Las palabras son,
aquí, fundamentales. Aunque parezca revolucionario, siempre se repite la misma
fórmula siniestra: una minoría que aprovecha la querencia cínica y cómoda del
respetable para difundir su argumentario como el único posible. Pero no basta
con un argumentario, se necesita algo más.
La identidad brota entonces
como imprescindible cizaña para la toma del poder. El militante se sabe miembro
de algo extraordinario que le confiere el derecho a disponer de los otros
cuerpos. De aquí parten todos los fenómenos totalitarios, que nunca se
sostienen gracias a una sociedad cómplice, sino como fruto de la cobarde
aceptación de la mayoría.
El cobarde es el verdadero enemigo de la ley; el ser aceptado
por los predicadores, sin temor al golpe fatal o al rumor. Este cínico busca su
seguridad en el momento inmediatamente posterior al crimen y lo justifica,
añadiendo una supuesta responsabilidad en la víctima o una lectura alternativa
de lo sucedido: “llevaba minifalda”, “era un facha”, “es un montaje”. Resulta
curioso comprobar hasta qué punto la justicia no influye en la idea que tenemos
de nosotros mismos o en nuestra opción ideológica. La secuencia de tragedias o
desengaños no mina el instinto de victoria que es algo descaradamente humano.
Queremos seguir adelante, eso es todo.
El criminal permanece en el
mundo y eso, para algunos, lo confirma en su razón. Pero esto no es lo más
importante. Urge contrarrestar los mensajes que, poco a poco, privan a la ley
de su legitimidad, que instan a la desobediencia y señalan objetivos. Si no
emerge un discurso que retome la idea de la humanidad, habrá ganado la
revolución; es decir, el crimen.
* Columna publicada el 31 de diciembre de 2017 en El Diario Montañés
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