No ha sido cosa de un día, pero dejó de
importarnos hace tiempo. Naturalmente, cuando los años comienzan a acumularse e
irrumpimos en la edad del esfuerzo y la tontería la distancia se convierte en
abismo. No se trata de arrojar nuestra madurez sobre aquel pasado lento,
fieramente centrado en la búsqueda del encaje, pero nos cuesta desprendernos de
ese otro clima que una vez fue abrigo, a menudo contradicción, pero plenitud
siempre para la mirada de un niño.
Los mayores hablan de las cabalgatas,
pero resulta complicado saber dónde se refugian hoy los niños; ni siquiera es
posible afirmar que la infancia existe todavía como existió
para nosotros. Ahora, los encontramos también en la calle, aún alborotando
mientras citan a personajes de ficción que ya no conocemos. Parecen
inofensivos, mucho más dóciles que aquellos semejantes con los que compartíamos
juventud y disparates.
Pero, quizás, todo sigue un curso
idéntico y se mantiene el doble objetivo del cariño y la instrucción para la
supervivencia; la frágil conciliación entre la moral y el triunfo que todo
progenitor alimenta desde la pura voluntad, sin el alivio que proporcionaba la
fe del carbonero. Pensamos que, antes, la infancia era un espacio de humanidad
verdadera con el que nos identificábamos escuetamente, sin furia ni fanatismo,
porque la exigencia del tiempo que pasa y destruye era aún muy débil y podíamos
jugar o soñar todas las hazañas posibles. Los adultos nos devolvían al camino
cada vez que uno amenazaba con perderse, pero destacaba, o eso creemos
recordar, una convicción de progreso, una opción preferencial por el amor y la
cultura, por los lugares familiares y las experiencias humildes como la
lectura, las excursiones o las visitas a la casa de los abuelos.
El escritor israelí, recientemente fallecido,
Aharon Appelfeld vinculaba la experiencia literaria, la escritura, con la
conservación de la mirada infantil sobre las cosas. “En el momento en el que
uno pierde al niño que lleva dentro -explicaba- acaba convertido en
historiador, filósofo o antropólogo”. Hay, quizás, cierta benevolencia a la
hora de relacionar la infancia con la alegría o la virtud. La crueldad y la
mentira brotan en edades tempranas y todos hemos experimentado la atmósfera
servil que cubre un aula de competitivos preadolescentes. Sin embargo, la frase
de Appelfeld no es gratuita. La infancia nos sigue pareciendo hoy una
posibilidad distinta, un territorio ajeno a las histerias de la producción y
del cambio político; el deseo de un tiempo más adecuado para la fantasía,
impúdicamente amenazada por la propaganda y por el dinero. Precisamente, se
escribe para conservar un trato compasivo con un mundo que no lo es; en
definitiva, para que los adultos que, como diría Brel, han desertado no
impongan sus apetencias comerciales o políticas a todos esos niños que aún
creen que el gozo es interminable y que la aventura no se agota en el refugio
de su imaginación.
* Columna publicada el 12 de enero de 2018 en El Diario Montañés
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