La soledad, dicen, es una
enfermedad que brota de la moderna proliferación de cabos sueltos. Es lógico
que el sacrificio se imponga sobre la moral en un presente que penaliza la
contemplación; de ahí las habitaciones vacías, el silencio al final de las jornadas.
Quizás, siempre haya sido así, sólo que ahora somos capaces de identificar nuestra
debilidad. No existe un peligro tan potencialmente devastador como el de la
soledad no elegida.
Muertos los dioses, noqueada la
esperanza por las ofensivas mediáticas, las sociedades avanzan contra la cultura
y contra la amistad, últimos reductos de un mundo prácticamente extinto. La
soledad empaña las conquistas, enmudece la memoria y convierte al ser humano en
un autómata entregado a su alimento, a su higiene y a su descanso.
Queda gente, sin embargo, que
busca anudar a los hombres, devolviéndolos a un ámbito colectivo y alegre. En
Galicia, por ejemplo, la orden franciscana ha habilitado su convento de
Betanzos para acoger a personas solitarias y reproducir un ambiente familiar
donde refugiarse de la indiferencia. Con el objetivo de reivindicar su derecho
a ser, se niegan a asumir la marea de la cosificación. El individuo apreciado
no en función de su productividad sino en la dignidad que trae de serie.
Hay también en la lucha contra
la soledad un elemento siniestro común a todos los compromisos contemporáneos:
la histeria de la mediatización; la conversión de un problema en una exigencia
ineludible. El siglo XXI destaca por la desproporción de los medios en las polémicas
partidistas. Todo parece indicar que un gran movimiento contra la soledad, con
portadas de prensa y graves manifiestos firmados por famosos, desembocaría en una
nueva ortodoxia; en otro mensaje frívolo, no expuesto al debate o al matiz.
El combate contra la soledad corre
el riesgo de incidir en algo que ya existe: la imposibilidad de transitar
caminos inéditos, de construir una vida al margen de dogmas y de portavoces. El
abismo de la soledad se convierte en la obligación de la secta. Esa imposición supone,
desde luego, un cambio sólo aparente: el ser humano debería abandonar sus
deseos de bienestar económico y reconocimiento profesional para conformarse con
una posición gregaria. ¿Se imaginan?
Los problemas se tratan mejor
cuando no se aprovecha su planteamiento para contribuir a la eterna guerra
ideológica. Sólo desde la mesura alejada de la tentación audiovisual, de la propaganda,
podríamos hablar de esa responsabilidad que nos ata pese a los sueños de
ruptura; de esa brega que no puede obviarse porque pasaríamos de la obligación
a la derrota.
El emprendedor como figura
prometeica, que se eleva contra los débiles, es sustituido en los titulares por
la Secretaría de Estado contra la Soledad que la primera ministra Theresa May
ha creado en Reino Unido. Donde los franciscanos gallegos ven posibilidades de mejora,
los partidos contemplan un terreno donde sembrar la nueva fe. Y eso siempre es
un peligro.
* Columna publicada el 23 de febrero de 2018 en El Diario Montañés