Ustedes recuerdan aquella escena de Parque
Jurásico: el multimillonario John Hammond ordena detener los todoterrenos; sus
ojos brillan de júbilo. El doctor Alan Grant no se ha dado cuenta
del súbito arrebato del anciano. Cariacontecido, apenas atiende a sus
compañeros de viaje. No sabe qué demonios hace él, un paleontólogo de
prestigio, en esa isla remota. De pronto, algo capta su interés. La cámara se
centra en un primerísimo plano de su rostro, que transmite la solemne intensidad
del momento; durante unos instantes, Grant conserva el rictus grave, como si su
temple se resistiera a ceder de inmediato bajo el violento choque de lo real.
Primero, avisa a su pareja, la paleobotánica Ellie Satller, que también está en
Babia. Ante ellos, un imponente ejemplar de braquiosaurio, especie extinta hace
ciento cincuenta millones de años, que mordisquea apaciblemente las hojas de un
árbol gigantesco.
He pensado mucho últimamente en Alan Grant.
El científico, como se nos presenta al inicio de la cinta, vive entre el barro
y el polvo de sus excavaciones, asido a una vocación amenazada por la escasez
de fondos. Todo lo que sabe de los dinosaurios lo ha ordenado en su memoria, a través de fósiles y muchas anotaciones.
Grant se esfuerza en la reelaboración de un relato que el tiempo ha sepultado.
Pienso en Grant y se me ocurre que algo
parecido podría estar pasándoles hoy a los historiadores que han trabajado
durante los últimos años en la seguridad de la tierra firme, ya sin los cantos
de sirena de los totalitarismos. Pese a la proximidad con el terrible siglo XX,
creyeron habitar una época más amable. Todos los monstruos habían sido
derrotados; los países prósperos apostaban por un cosmopolitismo abierto y
convencido del valor de la vida humana.
Pero hoy nos dicen que las muchachas de Balthus
son incompatibles con la inocencia, que ‘El origen del mundo’ de Courbet debe ocultarse y
que la ‘Lolita’ de Nabokov canta, en realidad, a todos los
Humbert Humbert. La ofensa de la carne descubierta, como emblemática
excusa del poder y de la censura.
Hemos visto también la verdad suspendida por
una revolución a la que le sobra la presunción de inocencia. Hemos comprobado
el actual peso de la lealtad en linchamientos mediáticos, apenas discutidos,
donde no cabe esperar valientes palabras de aliento. No quedan versos sueltos, amistades
en medio de las tormentas políticas. Los historiadores se encuentran hoy con un
entorno de represión rediviva, de pérdida de humanidad y de identidades inflamadas.
El objeto de su estudio renace en perfecta forma porque la revolución, es
decir, la guerra, es el fuego que nunca se apaga.
Recordemos el final de
la escena. Habíamos dejado a Grant patidifuso, a los pies
del braquiosaurio. Ahora, le fallan las piernas y tiene que sentarse. A lo
lejos, más dinosaurios iluminados por el sol. Alan Grant musita: “era cierto;
van en manadas”. Tal cual.
* Columna publicada el 6 de febrero de 2018 en El Diario Montañés
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