miércoles, febrero 07, 2018

Sí, quiero*



¿Cuántas veces ha pasado? No es extraña la anécdota que revive siempre en hogares ajenos, como si la distancia permitiera la indiscreción sobre el mantel limpio y la vajilla buena. “Era algo sabido”, se repite hoy, como si en la propagación del chisme hubiera razón y belleza. “Fue una pasión irrefrenable. ¡Cómo se miraban!”. Las frases continúan exhibiendo una doble cualidad. Por un lado, el orgullo de quien conoce el relato y lo difunde; por otro, ese resto de piedad, de melancolía, en un emisor que, quizás muy en el fondo, sabe de lo injusto del desenlace: el amor (acaso la aventura) concluyó en el tedio, forzado ante el altar para evitar el escándalo. Para nosotros, seres modernos, una boda es una fiesta, una recargada simplificación de sentimientos que se comparten en un trámite más o menos hortera. Ojo, no es una crítica. Puede apetecer porque, afortunadamente, ahora hay otros caminos.

Pico una de rabas en Santander con mis amigos G. y D. Hablamos de esto y de aquello; de la vida adulta, que ya es inevitable, y del futuro frágil que se nos propone en todos los ámbitos. Raramente estamos de acuerdo en las conclusiones, pero los debates se enmarcan en reuniones apacibles, con el vaso en la mano, como acostumbran las personas decentes.

Decimos, eso sí, que, en nuestro tiempo, hay un abismo entre la toma de conciencia de un problema y su posible solución. Temas como la igualdad entre hombres y mujeres, el medio ambiente o el desempleo pasan por un irremediable filtro mediático que los convierte en otra cosa, mucho más respetable y adecuada para la inmediatez del consumo. Podría parecer que la estrategia consiste en depurar los asuntos, borrando las dudas y los matices.

Una vez la complejidad ha sido eliminada, irrumpen la demagogia y los militantes políticos. Poco importan ya los datos o los procedimientos judiciales, la investigación científica y las pruebas. La verdad (o su sombra) apenas se intuye en el enfrentamiento entre grupos. Esta conclusión en el más obsceno sectarismo nos convence de que hemos perdido la posibilidad de encontrarnos en otros espacios. Los discursos son hoy a los problemas lo que las bodas eran al amor: traducciones obligadas, siempre incompletas, del mundo; moldes que rebosan de propaganda para la conquista del poder.

El ciudadano acaba de morir y, en su lugar, se alzan colectivos implacables y dogmáticos que estrechan los territorios de expresión públicos. El desacuerdo es, sencillamente, imposible frente a tantos portavoces enaltecidos por una causa. Pero hay algo más: la certeza de que esta agresividad anuncia un retroceso en la historia, una llamada al sacrificio de los solitarios (fíjense en Javier Marías o en Catherine Denueve). Resulta difícil encontrar argumentos que nos permitan comprender la política y la comunicación como herramientas benéficas. Como bodas elegidas para celebrar el amor y no para preservar la virtud de las ‘buenas familias’.

* Columna publicada el 25 de enero de 2018 en El Diario Montañés

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