¿Cuántas veces ha pasado? No es extraña la
anécdota que revive siempre en hogares ajenos, como si la distancia permitiera
la indiscreción sobre el mantel limpio y la vajilla buena. “Era algo sabido”,
se repite hoy, como si en la propagación del chisme hubiera razón y belleza. “Fue
una pasión irrefrenable. ¡Cómo se miraban!”. Las frases continúan exhibiendo
una doble cualidad. Por un lado, el orgullo de quien conoce el relato y lo difunde;
por otro, ese resto de piedad, de melancolía, en un emisor que, quizás muy en
el fondo, sabe de lo injusto del desenlace: el amor (acaso la aventura)
concluyó en el tedio, forzado ante el altar para evitar el escándalo. Para
nosotros, seres modernos, una boda es una fiesta, una recargada simplificación
de sentimientos que se comparten en un trámite más o menos hortera. Ojo, no es
una crítica. Puede apetecer porque, afortunadamente, ahora hay otros caminos.
Pico una de rabas en Santander con mis amigos
G. y D. Hablamos de esto y de aquello; de la vida adulta, que ya es inevitable,
y del futuro frágil que se nos propone en todos los ámbitos. Raramente estamos
de acuerdo en las conclusiones, pero los debates se enmarcan en reuniones
apacibles, con el vaso en la mano, como acostumbran las personas decentes.
Decimos, eso sí, que, en nuestro tiempo, hay un
abismo entre la toma de conciencia de un problema y su posible solución. Temas como
la igualdad entre hombres y mujeres, el medio ambiente o el desempleo pasan por
un irremediable filtro mediático que los convierte en otra cosa, mucho más respetable
y adecuada para la inmediatez del consumo. Podría parecer que la estrategia consiste
en depurar los asuntos, borrando las dudas y los matices.
Una vez la complejidad ha sido eliminada,
irrumpen la demagogia y los militantes políticos. Poco importan ya los datos o los
procedimientos judiciales, la investigación científica y las pruebas. La verdad
(o su sombra) apenas se intuye en el enfrentamiento entre grupos. Esta
conclusión en el más obsceno sectarismo nos convence de que hemos perdido la
posibilidad de encontrarnos en otros espacios. Los discursos son hoy a los
problemas lo que las bodas eran al amor: traducciones obligadas, siempre incompletas,
del mundo; moldes que rebosan de propaganda para la conquista del poder.
El ciudadano acaba de
morir y, en su lugar, se alzan colectivos implacables y dogmáticos que estrechan
los territorios de expresión públicos. El desacuerdo es, sencillamente,
imposible frente a tantos portavoces enaltecidos por una causa. Pero hay algo
más: la certeza de que esta agresividad anuncia un retroceso en la historia,
una llamada al sacrificio de los solitarios (fíjense en Javier Marías o en
Catherine Denueve). Resulta difícil encontrar argumentos que nos permitan comprender
la política y la comunicación como herramientas benéficas. Como bodas elegidas
para celebrar el amor y no para preservar la virtud de las ‘buenas familias’.
* Columna publicada el 25 de enero de 2018 en El Diario Montañés
No hay comentarios:
Publicar un comentario