Guillermo del Toro remata ‘La
forma del agua’ con un abrazo que es también un baile. No desvelo nada; toda la
película es, en realidad, un largo y húmedo abrazo, el encuentro de dos cuerpos
contra el mundo. Y también es un baile que prefiere suspender la crueldad del
tiempo, como lo pretenden la oración y el poema. Pero la vida no es sólo piel y
deseo, aunque soñemos a menudo con mantener los momentos queridos, la felicidad
del instante que no debería perderse.
El cineasta alumbra personajes admirablemente
enraizados en la pantalla. Es tal su potencia de arranque, que resulta inútil
pedirles, además, el recorrido de un relato complejo. Sus especificidades raciales,
sexuales o discursivas se presentan en estado de gran pureza privándolos así de
la posibilidad de atravesar el muro de la constante autoafirmación. Es muy
difícil que sus caracteres se vean profundamente afectados por el devenir de
los acontecimientos y que incorporen matices y claroscuros. Su existencia es su
declaración.
Ajenos al gusto de una sociedad
rendida al consumo y al éxito, los protagonistas se desenvuelven en territorios
de excepción: horarios nocturnos, trabajo enclaustrado, poca responsabilidad.
Casi por accidente, van sumergiéndose en una trama oscura y misteriosa, con la
Guerra Fría como deprimente telón de fondo. Su actitud proporciona el elemento
moral que prácticamente brilla por su ausencia en un territorio dominado por burócratas
ambiciosos y por la cruel indiferencia del poder.
Dice José Jiménez Lozano,
citando a Walter Benjamin, que, quizás, “ya no hay nada memorable que contar”. Acaso
derrotado por las series de televisión, el cine parece conformarse hoy con la
mera reproducción de las identidades, con la fidelidad a la caricatura, sin
esforzarse en el crecimiento de los individuos o en la posibilidad de un cambio.
Sorprende, eso sí, el derrumbe
de la cinta una vez que el espectador queda definitivamente epatado. El relato
decae en una vulgaridad mil veces vista. Cuando quieren ponerse en marcha, los
personajes se encogen ante las cámaras, poco convencidos de su conversión en
hombres y mujeres de combate. No hay una historia digna de tal nombre y, por lo
tanto, no se produce una reflexión más allá de la constante defensa de la virtud
amenazada.
Que los protagonistas no hablen
aporta además otro elemento trágico: la reivindicación de los códigos privados
frente a las exigencias de un discurso sacrificial. Esto los ensalza y, al
mismo tiempo, los condena al silencio y a la huida; a la
compartimentación que no puede traducirse ni homologarse por una sociedad incapaz
de digerirlos.
Los
mandamases de Hollywood aplauden. Pero, ¿no estarán resignándose así a la
extinción de todo relato, a la imposibilidad de la aventura? Del Toro podría
haber optado por una fábula íntima y, sin embargo, quiere contar también una
historia de acción. Sus creaciones se le resisten y prefieren el baile. No sé
si deberíamos deducir algo de todo esto.
* Columna publicada el 15 de marzo de 2018 en El Diario Montañés.
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