domingo, abril 15, 2018

Contar una historia*



Guillermo del Toro remata ‘La forma del agua’ con un abrazo que es también un baile. No desvelo nada; toda la película es, en realidad, un largo y húmedo abrazo, el encuentro de dos cuerpos contra el mundo. Y también es un baile que prefiere suspender la crueldad del tiempo, como lo pretenden la oración y el poema. Pero la vida no es sólo piel y deseo, aunque soñemos a menudo con mantener los momentos queridos, la felicidad del instante que no debería perderse.
El cineasta alumbra personajes admirablemente enraizados en la pantalla. Es tal su potencia de arranque, que resulta inútil pedirles, además, el recorrido de un relato complejo. Sus especificidades raciales, sexuales o discursivas se presentan en estado de gran pureza privándolos así de la posibilidad de atravesar el muro de la constante autoafirmación. Es muy difícil que sus caracteres se vean profundamente afectados por el devenir de los acontecimientos y que incorporen matices y claroscuros. Su existencia es su declaración.
Ajenos al gusto de una sociedad rendida al consumo y al éxito, los protagonistas se desenvuelven en territorios de excepción: horarios nocturnos, trabajo enclaustrado, poca responsabilidad. Casi por accidente, van sumergiéndose en una trama oscura y misteriosa, con la Guerra Fría como deprimente telón de fondo. Su actitud proporciona el elemento moral que prácticamente brilla por su ausencia en un territorio dominado por burócratas ambiciosos y por la cruel indiferencia del poder.
Dice José Jiménez Lozano, citando a Walter Benjamin, que, quizás, “ya no hay nada memorable que contar”. Acaso derrotado por las series de televisión, el cine parece conformarse hoy con la mera reproducción de las identidades, con la fidelidad a la caricatura, sin esforzarse en el crecimiento de los individuos o en la posibilidad de un cambio.
Sorprende, eso sí, el derrumbe de la cinta una vez que el espectador queda definitivamente epatado. El relato decae en una vulgaridad mil veces vista. Cuando quieren ponerse en marcha, los personajes se encogen ante las cámaras, poco convencidos de su conversión en hombres y mujeres de combate. No hay una historia digna de tal nombre y, por lo tanto, no se produce una reflexión más allá de la constante defensa de la virtud amenazada.
Que los protagonistas no hablen aporta además otro elemento trágico: la reivindicación de los códigos privados frente a las exigencias de un discurso sacrificial. Esto los ensalza y, al mismo tiempo, los condena al silencio y a la huida; a la compartimentación que no puede traducirse ni homologarse por una sociedad incapaz de digerirlos.
Los mandamases de Hollywood aplauden. Pero, ¿no estarán resignándose así a la extinción de todo relato, a la imposibilidad de la aventura? Del Toro podría haber optado por una fábula íntima y, sin embargo, quiere contar también una historia de acción. Sus creaciones se le resisten y prefieren el baile. No sé si deberíamos deducir algo de todo esto.

* Columna publicada el 15 de marzo de 2018 en El Diario Montañés.

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