El que avisa no es tránsfuga: este artículo
contiene detalles del argumento de la película ‘Tres anuncios en las afueras’.
Si usted, estimado lector, no quiere arruinar su visionado, no siga leyendo. Hace
unos días, nos quejábamos desde estas mismas páginas del limitado recorrido
argumental de la reciente triunfadora en la gala de los Oscar: a nuestro
juicio, la caricaturización de las identidades y su escasa capacidad para el
relato condenaban a ‘La forma del agua’, de Guillermo del Toro, a padecer
aquello tan autóctono del “mucho de Boo y poco de Guarnizo”.
Temíamos, claro, el arraigo de la tendencia
callejera y superficial que pretende enterrar las relaciones personales. La actual
insuficiencia del arte para darle vuelo a la realidad anunciaba malos tiempos
para la fantasía. También era esa la apariencia de la valiente producción de Martin McDonagh: apenas un nuevo
alegato anti-Trump sobre la ‘América profunda’.
Y es que deberíamos habernos dado cuenta
mucho antes del equívoco. Una de sus primeras escenas presagia sutilmente el
camino de la película hacia lo hondo. En un pueblo de Missouri, la
protagonista, Mildred Hayes (interpretada por la gran Frances McDormand), entra en la oficina de Red Welby (Caleb Landry Jones)
con la intención de alquilar tres vallas publicitarias para denunciar la
pasividad policial tras la violación y asesinato de su hija adolescente. Welby
está relajado, leyendo un libro de Flannery O'Connor. No puede ser casual. La autora
estadounidense, una de las más características representantes de la literatura
sureña durante el siglo pasado, no renunciaba a plasmar los aspectos más perturbadores
de su época. Un lector escandalizado reprochó a O'Connor su querencia por la
brutalidad. Ella le respondió: “el escritor católico tiene que mostrar la
intervención de la Gracia en un territorio que es propio del diablo”.
La Gracia, dicen,
es la acción divina sobre la naturaleza para superar los estrechos límites del
mal y de la muerte. Su irrupción a través de un elemento catalizador es el
corazón, por ejemplo, del cristianismo: individuos que, tras un episodio de
ruptura -en este caso, la Pasión de Cristo-, cambian su destino, interrumpiendo
el normal desarrollo de su carácter.
En la película, el
catalizador es Bill Willoughby (Woody Harrelson), cuya decisión -no entraremos
en detalles- transforma su entorno a través de la palabra. Todo lo aprendido
hasta entonces desaparece en el fino desvelamiento de la verdadera misión.
A partir de ese momento,
el símbolo se adueña de la pantalla: el otrora miserable Jason Dixon (Sam Rockwell), escapando de las llamas del
infierno; la placa de policía devuelta ante la cobardía del poder políticamente
correcto; el zumo de naranja ofrecido desde el perdón y el encuentro final de
dos personalidades irreconciliables en busca de la justicia que se les ha
negado. La enseñanza, en definitiva, de la vida como cambio y recorrido, como
sorpresa y valor. Y, cuidado, también como violencia inevitablemente asumida. Aquí
falta Dios.
* Columna publicada el 23 de marzo de 2018 en El Diario Montañés
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