A mí no me gusta
volar, pero vuelo. Esto me convierte, creo, en un personaje gris. Mis experiencias
aeronáuticas comienzan siempre con un no muy acusado temor a la catástrofe y
terminan con el alivio del viaje plácido y el aterrizaje sin contratiempos. El
mundo moderno pretende enseñarnos que la gestión del miedo exige una decisión contundente
que no comprometa el brillo de la identidad. Sujetarse con fuerza al asiento (o
al vecino) durante el despegue sería una actitud ridícula e irracional, pero
decidir no pisar un aeropuerto es un rasgo pintoresco del carácter. Mi amigo Paco, hombre sabio, suele decir que
la genialidad divide a los seres humanos en dos grandes grupos: los donjuanes y
los castos. Es decir, que la persona brillante necesita de la exageración en
cualquiera de sus formas y que de nada sirve la esperanza del mediocre antes de
entrar en el Malaspina.
Quienes preferimos el
escenario prosaico nos forzamos -y nos esforzamos- por superar la fobia a la
cotidianidad. Por eso, volamos o vamos al Lupa, avanzando del modo más torero
posible por este valle de lágrimas y ventanillas. Es justo reconocerlo: esto no
satisface a todo el mundo. Los hay que abusan del lenguaje adolescente hasta
acabar envenenados por él. Pienso en Patricia Aguilar, la joven alicantina embaucada
por un estafador pseudo-espiritual que, locura a locura, la incluyó en su
siniestro harén en la selva peruana. Recientemente, han transcendido algunas de
las publicaciones de Aguilar en las redes sociales que dan una idea de su
personalidad impresionable; de ese sello presuntamente místico que, sin
embargo, rompe los lazos con la sociedad y con los otros.
La
aceptación de la realidad tiene que ver con el aprendizaje, tedioso y agotador,
de que vale la pena partir de una rutina antes que emprender la huida hacia
ninguna parte. Con la huida, uno se alivia poniendo el marcador a cero. Es un
espejismo. La cotidianidad, sin embargo, supone un riesgo mayor. Nosotros, el
común de los mortales, nos enfrentamos a diario al peligro del desequilibrio.
La llegada del verano agudiza, además, el rol de consumidores desamparados,
confundidos entre otros muchos. Las compañías ‘low cost’ son expertas en
recordarnos nuestra condición de rebaño con equipaje de mano. Yo, sin ir más
lejos, tuve que asumir la semana pasada el papel de intérprete de los pasajeros
olvidados por easyJet en el aeropuerto londinense de Stansted. Durante mi labor,
aprendí, para empezar, que, en situaciones de crisis, el discurso radical es
extraordinariamente útil; que debe evitarse la división de clase y, sobre todo,
que la solución se alcanza más fácilmente después de un par de gritos. También
hay populismo ‘low cost’. Pero, como no existe buena acción sin castigo, la
vuelta a Santander trajo consigo la intoxicación de casi todo mi grupo de amigos
en las casetas. Eso sí que es, como decía Belmonte, “olvidarse del cuerpo”.
* Columna publicada el 26 de Julio de 2018 en El Diario Montañés