Termino la primera
temporada de ‘The Handmaid's Tale’ el
mismo día de la muerte de Claude Lanzmann. Una fecha, por lo tanto, para el recuerdo.
Aunque es inevitable indagar en los contenidos, tratando de detectar similitudes,
no pretendo tender puentes, ojo, entre el testimonio de los supervivientes del
Holocausto -registrado por el director francés en su monumental ‘Shoah’- y lo
que no deja de ser una entretenida obra de ficción. Pero, ambos, Lanzmann,
desde la memoria, y Margaret Atwood (autora del relato y coproductora de la
serie para HBO), desde la imaginación, logran transmitir el peso del mal, la
atmósfera pringosa que se genera alrededor de los desgraciados que no disfrutan
de los privilegios del poder.
Resulta interesante reflexionar sobre el tiempo acotado que se les impone
a un drama o a un documental, obligando a sus artífices a destacar el lado pinturero
del totalitarismo; los episodios más sanguinarios y heroicos. Es un recurso
eficaz que limita, no obstante, la comprensión del fenómeno. ‘The Handmaid's Tale’, quizás, precisamente, por haberse
estrenado durante la gran burbuja de las series, profundiza en el itinerario de
una ideología cruel, incorporando componentes casi inéditos que son fundamentales
en una producción sobre conflictos políticos. A saber, la represión
parsimoniosa envuelta en palabrería y en eufemismos, la evolución de los
poderosos desde la militancia marginal hasta la victoria incontestable o el
equilibrio entre la propia convicción a contracorriente y la hipocresía de los
opresores.
Desde luego, el elemento epatante de ‘The Handmaid's
Tale’ es la destrucción de la humanidad de las mujeres; la pérdida absoluta de
su libertad, en un futuro cercano, y su conversión en esclavas paridoras a
tiempo completo. Sin embargo, bajo este patriarcado escandaloso descubrimos un
asunto apenas mencionado por los medios de comunicación y por los críticos: la
escasez. La implantación de un régimen fanático religioso (gobernado en buena
parte por oportunistas) se lleva a cabo como consecuencia de una fortísima
crisis climática y de fertilidad. Para combatirla, brotan los dogmas
sacrificiales que reclaman la gestión comunal de los bienes limitados; como ya no
nacen niños y son pocas las mujeres capaces de dar a luz, se las
nacionaliza.
Cualquier discurso inflamado funciona en la escasez
hasta el punto de activar los odios durmientes. La sociedad es permeable a los
programas que confirman los prejuicios y proponen el control (o el
aniquilamiento) de los vulnerables. En la serie, tanto los hombres como las
mujeres sufren la infertilidad, pero ellos salen ganando en el reparto. El padecimiento
de unos cuantos y el mando de los peores son, dicen, perfectamente asumibles en
un contexto de necesidad generalizada. Por eso, cuando las aguas se retiran,
uno se encuentra con la verdad desnuda y decepcionante: todo era un cuento.
Como lo han sido siempre los movimientos políticos que pasan del exilio al
amiguismo; de la acampada a los consejos televisivos o del poder al censo
menguante.
* Columna publicada el 10 de julio de 2018 en El Diario Montañés
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