Toda ideología guarda
celosamente su programa máximo. Es un ejercicio de discreción, palabras que se
protegen como antídotos. El veneno, por supuesto, es el crimen de estado, en
todas sus variantes militares y económicas. No sé cómo contarán ahora la fábula,
pero en el antiguo libro del afiliado del Partido Socialista, ya con Felipe González
a los mandos, se establecía como horizonte la “conquista del poder por la clase
trabajadora”. Así, sin paños calientes y sin visos de contradicción. Los
defensores de la democracia liberal, por su parte, han preferido siempre una
utopía de vuelo bajo, embridada y prosaica. La fórmula atrae únicamente a los
más sensatos; a aquellos que no se han dejado seducir por las alhajas del sector
privado y creen aún en la sociedad como cuerpo existente y, por lo tanto, necesitado
de razón y de ley.
La quimera liberal
-en su versión menos delirante- despliega visiones a retazos, actitudes y modos
más que argumentarios. Se trata, en resumen, de la vida justa y sin amenazas,
respetuosa con la separación de poderes y orgullosa de haber aparcado los
dramas ideológicos. La comunidad, mejorada por la libertad y la cultura,
alcanza por fin su mayoría de edad, rechaza los mesianismos y convive en un
escenario muy semejante al de una pequeña ciudad de provincias donde los señores
se saludan por la calle quitándose el sombrero.
La gestión, y no el
discurso extremista, se convierte en la vía más fértil. Si la cosa funciona, es
decir, si la economía no da problemas y el dinero viene y va en grácil danza,
la despolitización del personal se celebra como una apendicectomía en la casa del doliente. En el mercado, dicen sus
apóstoles, confluyen todas las esperanzas, todas las posibilidades del ser
humano. La fe, el terruño, la raza o la clase claudican frente a la vida buena
del crecimiento y el progreso. ¿No son encantadores?
Nunca, ni siquiera en
sus momentos más sublimes e igualitarios, la opción de la democracia
representativa y de la economía de mercado ha logrado desactivar completamente
las preferencias revolucionarias. Mientras algunos disfrutaban de aquel “fin de
la historia” anunciado por Fukuyama
mirándose en el próspero espejo californiano, otros resistían en los cuarteles
de invierno, descubriendo atajos para la ruptura. ¡Qué arrogancia la de dar por
enterrado el compromiso del inquisidor!
Hablamos
de la debilidad institucional y de sus supuestos defensores, así como del desprestigio
de los símbolos constitucionales, izado insulto a insulto por los enemigos del
estado. El panorama es desolador pero irrebatible: los totalitarios dominan la
escena y espolean a sus feligreses, convertidos en orgullosos comisarios
políticos. Las redes se inundan así de proclamas en favor de “los chicos de Alsasua” -una forma macabra de
referirse a los agresores que evoca cine y bicicletas-, mientras se insinúan
linchamientos contra ‘La Manada’. Cualquier matiz aquí, ojo, es fascismo. Sí,
utilizan la palabra fascista, precisamente ellos.
Columna publicada el 27 de junio de 2018 en El Diario Montañés
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