El
cantante belga murió el 9 de octubre de 1978 tras publicar ‘Les Marquises’, su
legado artístico y moral
“Me largo,
eso es todo”. En 1966, Jacques Brel anunció su retirada de los escenarios. No
dio ninguna explicación. Un año más tarde, el 16 de mayo de 1967, tras cumplir sus
compromisos profesionales, cerró la gira de despedida con un concierto en el
Casino de Roubaix, en el norte de Francia, cerca de la frontera belga. Fue la última
vez. Muchos han querido descifrar desde entonces el misterioso mutis del
cantante; algunos -es el caso de su amigo Georges Brassens-, destacando el
agotamiento de Brel como preludio de la enfermedad que acabaría derrotándolo.
Otros, más perspicaces, interpretan su decisión como un acto de ruptura. Es muy
posible que la seguridad de haber alcanzado el pleno dominio de sus facultades
artísticas lo convenciera para no acomodarse en una fama plácida.
Ya había
dado muestras Brel de su talento para rebelarse contra cualquier espejismo de
respetabilidad. Así, en 1953, después de tres años de matrimonio con Thérese
Michelsen, ‘Miche’, siendo padre de dos hijas (la tercera nacería en 1958) y
bien colocado en la empresa familiar, abandona Bruselas y se traslada a París.
Atrás quedan la vida medida y la inercia del deber. La celosa y, a menudo,
cruel defensa de su libertad lo devuelve a la intemperie en 1967; pero esta vez
ya no supone un riesgo. Los derechos sobre su obra le proporcionan pingües
beneficios. Es el sueño del rentista.
Tras algunos
años probando fortuna como actor de cine y teatro musical (‘El hombre de La
Mancha’), las cosas acaban torciéndose. En 1973, rueda su segunda película como
director, ‘Far West’, que será un fracaso. Pésimamente recibida en Cannes, de
su banda sonora emerge, sin embargo, una de las perlas del cancionero breliano,
‘L’enfance’, que reivindica la niñez como ámbito de la imaginación
irreductible: “… los adultos son desertores,/ todos los burgueses son
indios”. En su biografía del cantante, publicada en 1987, José Luis Atienza
Merino recoge unas declaraciones de Brel al respecto: “Pienso que hay
cantidad de hombres de mi edad que tienen una auténtica falta de infancia que
compensan, en general, con el éxito o con las mujeres. Pero creo que ya no
juegan a los ‘cowboys’ ni a los indios y eso se echa en falta”.
La decepción
se hace patente. Su obra discográfica parece definitivamente concluida y sus
pinitos en la interpretación no terminan de dar fruto. Por otra parte, ‘Miche’ y
sus hijas se han convertido en perfectas desconocidas. En plena madurez, otra
mujer ha llegado, mientras tanto, a su vida: la actriz guadalupeña Maddly Bamy.
Ella será, a partir de 1971, la última pareja del cantante.
Paraísos
Sueltas las
amarras familiares y profesionales, sin proyectos a la vista, Jacques Brel
quiere catar la vida del aventurero. En compañía de Maddly y, al principio, de
su hija France, embarca en julio de 1974 en el ‘Askoy II’, un velero con el que
pretende dar la vuelta al mundo. Poco dura, sin embargo, la brega en el océano.
Al atracar en Canarias, experimenta los primeros síntomas del cáncer de pulmón.
En esos
días, escribe una intensa carta a su esposa ausente. Hay frases que no tienen
desperdicio: “Es cierto que, aun estando demasiado enfermo, me queda
toda una salud que no me autoriza a vivir como burgués” (…) “Estimo
tener derecho a perecer en el mar antes que sucumbir en el salón”. Después
de este ejercicio de verborrea adolescente ya está todo dicho. Es la hora,
parece, de morir.
Siguiendo
las huellas de Paul Gauguin, Brel y Maddly escogen el Pacífico como su último
destino, instalándose en Atuona, isla de Hiva Oa (Las Marquesas). Allí,
el cantautor se ajusta al ritmo insular, asumiendo conscientemente su quietud
paradisiaca. Pero la rutina no enmudece al artista. Resulta inverosímil creer
que Brel, tan sensible a las cosas sutiles, no vaya a exprimir todas sus
recientes experiencias. Han sido demasiadas las aventuras y los sinsabores de
los últimos años; demasiado sugerente también el paisaje de Las Marquesas, que
se erige frente a él como un dios benefactor. Con la guitarra como único
acompañamiento, Brel da a luz una veintena de canciones y decide volver a París
para vestirlas. Será su primer disco en diez años; el decimotercero y último de
su carrera.
Su regreso a
la capital francesa, en el verano de 1977, intenta ser discreto. Se hospeda,
con nombre falso, en un hotel cercano al Arco del Triunfo y el 5 de septiembre
comienza, en secreto, las sesiones de grabación. Mucho se ha escrito sobre la
atmósfera enlutada de aquellos días de trabajo, los últimos de Brel que, tras
varias visitas al quirófano, ya sólo conserva un pulmón y, además, irradiado.
Los músicos, presa de la emoción, son conscientes del frágil estado del
artista, pero él trata de quitarle hierro al asunto: “¿Alguien ha visto
un pulmón?”. El 1 de octubre de 1977, tras concluir la última canción de su
carrera -‘Les Marquises’, que da título al álbum-, Jacques Brel se retira.
La despedida
Lo que
transcurre a continuación es, simplemente, su último año. De vuelta a la isla
polinesia -mientras en Francia el disco llega a lo más alto de las listas-,
Brel sólo disfruta unos meses de salud sostenida. A principios de 1978, el
cáncer ataca de nuevo y sucede lo inevitable: pruebas médicas, visitas al
hospital, discusiones contra los fotógrafos que acechan… Hasta su muerte, en
París, el 9 de octubre de 1978, después de pedir una Coca Cola y dirigir a sus
acompañantes un irónico “no os abandonaré”. Sus restos reposan en
Atuona. Se han cumplido cuarenta años.
Sin duda,
fue su última obra la que, como un resumen de excelencia contenida, da cuenta del
carácter de Brel. El belga quiso resumir como mejor supo -a través de la
música- todo lo aprendido en sus 48 años de inconformismo. Este disco, de
apenas una hora de duración, recoge eternas obsesiones: el odio anti-burgués, el
compromiso con los desfavorecidos (‘Jaurès’); con los ancianos (‘Vieillir’);
contra sus compatriotas flamencos (“nazis durante las guerras y católicos
entre ellas”); o en favor del hombre común frente a ideas inverosímiles de
la divinidad (‘Le Bon Dieu’).
Pero también incide en las escenas cotidianas del amor
(‘Orly’) y en la amistad, que celebra en ‘Voir un ami pleurer’ -y, sobre todo,
en ‘Jojo’, su amoroso canto al camarada perdido-. El Jacques Brel áspero de las
entrevistas e, incluso, del hogar, envuelve su palabra con la ternura que
encontró en Las Marquesas y en su gente. Así cierra su obra, saboreando cada
verso en esta última canción a la que apenas llega por la fatiga y que sólo
pudo grabar una vez antes de irse para siempre: “Hablan de la muerte
como tú hablas de un fruto./ Miran el mar como tú miras un pozo. (…) El corazón
es viajero, el porvenir pertenece al azar…”.
* Artículo publicado el 19 de Octubre de 2018 en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés