Como dicen que Franco vuelve a Madrid,
todo adquiere de nuevo un sabor a caudillaje, a mando en plaza. Es lo habitual
cuando se nombra al dictador en determinados ambientes político-mediáticos;
alguien dice Franco y el cerebro compone lúgubres imágenes de aquella España de
la posguerra y de sus cunetas convertidas en osarios.
Pero hay también un Franco débil,
crepuscular. Nos lo muestra Victoria Prego en su célebre y celebratoria serie
de 1995 sobre la Transición. En los primeros capítulos, el general aparece
transfigurado en una presencia trémula que, con sus crueles balbuceos, ya sólo
constituye una molestia para los tecnócratas. Prego escoge la fecha del
asesinato de Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973, para fijar
cronológicamente el principio del fin. Es un lugar común vincular la
desaparición del santoñés con el nacimiento de un periodo dirigido por las
corrientes más aperturistas del régimen. En este punto, debemos fiarnos de la
narradora, que sugiere avances apenas perceptibles, supuestamente heroicos, de
franquistas y opositores constructivos. Si uno se atiene al relato oficial, la
Transición se consolidó a medio camino entre el hito que proclaman sus
partidarios y el fango que denuncian los críticos -esa idea según la cual la
derecha, al ver que se apagaban las luces del franquismo, pidió un vaso de
plástico para apurar su copa con otra música de fondo-.
Sin embargo, algo ocurrió entonces que
ha marcado la evolución de la derecha española en estos últimos cuarenta años:
a Carlos Arias Navarro se le puso, de pronto, una cara de susto que ya no logró
borrarse. Primero, como continuador de Carrero, aunque con torpes movimientos liberalizadores
-nunca se recuperó del “gironazo”-, y, después, como máximo responsable de los
destinos del país en el momento de la muerte de Franco y en el primer Gobierno
del reinado de Juan Carlos, el pobre Arias no supo armarse de valor para
interpretar el espíritu de la época y acusó su incapacidad para desligarse de
las querencias genuinamente autoritarias. Pese a que han sido otros los
elevados a los altares (los Fraga, Suárez o Fernández-Miranda), es Arias
Navarro el arquetipo de la derecha española; irremediablemente desideologizada,
vacilante y sujetada por el franquismo.
La derecha lo ha intentado
todo: desde la camisa azul y la democracia cristiana, hasta la conclusión
neoconservadora que tampoco ha enamorado al personal. Pero jamás ha dejado de añorar
el territorio del orgullo. De ahí que sus compromisos parezcan siempre camuflaje
de ocasión, disfraces de última hora. Hoy, por ejemplo, pone su fe en Vox, la
flamante versión ibérica (con permiso de Torra) del nacionalismo identitario. Vox
ha logrado que la derecha diga “sí, esto es lo que echábamos en falta” y que se
le borre por ahora la cara de susto de Arias Navarro, situándose en una
peligrosa estrategia que amenaza con seducir a los sectores más combativos de
la oposición a Sánchez. No aprenden.
* Columna publicada el 17 de Octubre de 2018 en El Diario Montañés
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