Un país se mide por el peso de
su historia. No conviene equivocarse; la historia es lo contrario de la
ideología e implica, para empezar, un acogerse a referentes posibles,
existentes en un tiempo y sobre un mismo territorio. Imaginamos que la ciudadanía
no es, al fin y al cabo, una comunión con pan de ayer. Pero, a menudo,
encontramos consuelo a los sinsabores del presente en las huellas de un pasado
que nos parece más noble, más lúcido.
Para un español, resulta
extraño el interés de otros occidentales por sus respectivas fuentes. Sobre
todo, cuando este interés no se concreta en una apelación hagiográfica, pero
tampoco en un ataque despiadado contra sus cimientos. Vale la pena recordar
aquí los versos de Eliot, aún hoy de plena actualidad: “si ha de ser derribado
el Templo/ primero tenemos que edificar el Templo”.
Los estadounidenses, por
ejemplo, celebran la memoria de su fundación sin renunciar a un acercamiento profundo
a su raíz. Una serie de televisión como ‘John Adams’ (HBO, 2008) es posible
únicamente en una comunidad pletórica de confianza sobre su historia. La
sociedad abierta evita la reproducción de unanimidades, sin dejarse llevar por
la desmesura. John Adams’ narra los años decisivos; desde los primeros
conflictos del continente con la metrópoli hasta la muerte del que fuera
segundo presidente del país. Llama la atención la fuerza del enfoque humano
frente a las tendencias sobrenaturales. Los protagonistas en la construcción de
Estados Unidos son retratados en la absoluta plenitud, sin artificios ni infalibilidad.
Es posible que el aplomo
americano ante el análisis de su revolucionario santoral se deba, precisamente,
al hecho de que los ‘padres fundadores’ han estado presentes en todo momento,
inspirando a los políticos o siendo señalados a causa de sus excesos. Hoy,
gracias a esa transparencia, conocemos las tribulaciones de Adams, las
correrías de Jefferson con su esclava Sally Hemings o los vicios de Franklin en
las cortes europeas.
La serie de HBO muestra algo
tranquilizador: la realidad del poder como mar donde van a morir todos los
principios. El camino de la independencia no confluye en una imparable marea rebelde
que avanza al son de la libertad, sino en tediosas negociaciones entre los
representantes de las colonias donde afloran las artes menos presentables. Y
nos tranquiliza, pienso, porque convence al personal de la inevitable caída de
la política en la mentira o la traición, sin que eso elimine por completo la
posibilidad de la grandeza.
El
progresivo vaciamiento del espacio público por parte de las mentes más
brillantes se explica en el ocaso de la historia como instrumento vertebrador y
en la propagación de militancias mucho más religiosas que cívicas. La gestión
de lo público ya no atrae a los mejores, perfectamente cómodos en las
multinacionales y en el anonimato doméstico para defenderse de la nueva
Inquisición y eludir la sumisión mafiosa, que es la madre del cordero.
* Columna publicada el 3 de Octubre de 2018 en El Diario Montañés
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