El poeta y místico estadounidense, autor de ‘La
montaña de los siete círculos’, murió en Bangkok hace cincuenta años en
extrañas circunstancias
Sobre el
monstruoso, y felizmente superado, siglo XX parecía no caer nunca la noche. La sucesión
de acontecimientos revolucionarios, descubrimientos científicos y crímenes sin
parangón no dejaba espacio a la intimidad del hombre solo, a su reflexión
individual contra la masa. Es, precisamente, en ese campo abandonado por la
mayoría donde Thomas Merton creyó intuir la verdad bajo el bullicio ideológico.
Merton, más
tarde escritor, monje y activista social, fue, antes que nada, un desarraigado.
Nacido en Prades, Francia, hijo de un pintor inglés, originario de Nueva
Zelanda, y de una estadounidense, experimenta desde el principio el peso de la
orfandad. La temprana muerte de sus padres y los viajes por todo el mundo ahondan
en un sentimiento de permanente desconexión. Hay que tener en cuenta, claro, que
el relato biográfico más completo lo compuso Merton para su libro ‘La montaña
de los siete círculos’, en realidad una elegante profesión de fe redactada bajo
la vigilancia de sus superiores en la Orden Cisterciense. El tono del texto es
el de un río que busca su desembocadura natural; la culminación de un viaje
iniciático en la aceptación del dogma católico.
Pero, antes
de la fe hay muchas otras cosas. Sobre todo, el compromiso académico de Merton.
El fallecimiento de su madre siendo él muy niño y el de su padre, en plena
adolescencia, lo arrojan a un mundo al que se adapta a golpe de esfuerzo y
lecturas, siempre contemplando el entorno como quien detecta un velo que merece
la pena rasgar. Las universidades de Cambridge y Columbia le proporcionan saber
y amistades. Y un escenario adecuado para encarar las tribulaciones de su alma.
Una vez que
el lector anticipa el final de ‘La montaña de los siete círculos’ -título con
regusto a Dante y rotundo éxito de ventas en su primera edición (1948)-
reconoce rápidamente los trucos literarios de Merton; todas sus vivencias,
desde la más trivial, como la extracción de una muela, hasta una operación de
apendicitis, cobran significado religioso; la presencia emboscada de ese Dios
que asoma desde la cotidianidad para atraer a quien se le resiste. No obstante,
la nocturnidad que el autor refleja en su texto, el estilo directo, seguro en
su tesis, y no del todo impostado, atrapan desde el primer momento a quienes
gustan de las autobiografías.
Seguramente,
el camino no fue nunca tan claro. La brevísima militancia de Merton en el
Partido Comunista debió de ser algo más que la consecuencia de su errática
búsqueda de una identidad. “Lo que me hizo parecer el comunismo tan plausible
fue mi carencia de lógica, que no sabía distinguir entre la realidad de los
‘males’ que el comunismo intentaba vencer y la validez de su diagnosis y el
remedio elegido”, explica Merton, ya ordenado monje trapense.
Existe una
tensión evidente entre el Merton intelectual, profundo lector, y aquel otro
rebelde e inconformista. En el libro hay pasajes que reflejan su ingenuidad,
como en aquel episodio en que vende sus ejemplares de T.S. Eliot “en reacción
contra lo refinado”. La brega parece concluir en 1936, con el comienzo del
Merton filo-católico, en el umbral de la conversión.
Merton proclama
la posibilidad de la salvación espiritual también para aquellos que, a priori,
parecen más alejados de los designios divinos: la juventud cultivada de las
grandes capitales. Su acercamiento al hecho religioso quiere exhibir, a la vez,
una sincera lucha interna y una aproximación fundamentalmente estética e
intelectual a la Iglesia. En esos días, lee ‘El espíritu de la filosofía
medieval’, de Étienne Gilson, experiencia definitiva a la hora de definir su
comprensión metafísica del ser humano, más allá de cualquier limitación natural.
Deseo de Santidad
No está solo
Thomas Merton en esta aventura. Otros compañeros, como el también poeta Robert
Lax -“una combinación de Hamlet y Elías”- participan junto a él en la
exploración de las posibilidades espirituales en plena era tecnológica. En
1938, después de dos años de tira y afloja, Thomas Merton se bautiza en la
Iglesia Católica.
El poeta reconoció
más tarde la afectación de su relato; esa forma remilgada de envolverse en un
cristianismo meramente ritualista, la gravedad desde la que lidia con su
destino como católico. Una charla con el judío Lax, quien le siguió más tarde
en su conversión, refleja el deseo de santidad de Merton. Un católico debe
querer ser santo y, para serlo, simplemente hay que quererlo. La búsqueda del
camino, parece decirle Lax, crea el camino.
Este primer
Merton, inmediatamente posterior a su bautismo, asume todo el bagaje con el que,
en teoría, debía contar un católico de pedigrí en los años treinta del siglo
pasado: un anticomunismo visceral, el apoyo a la ‘cruzada’ franquista desde
Nueva York, la comunión diaria… Pronto, comienza a buscar un añadido a su nueva
fe; un compromiso aún más radical. La idea del monacato se hace irresistible e
ingresa en 1941 en la abadía trapense de Nuestra Señora de Getsemaní, en
Kentucky. Dos años después, su hermano John Paul muere combatiendo en la
Segunda Guerra Mundial. Merton se queda sin familia. En 1949 es ordenado
sacerdote.
De esta
forma, concluye su espectacular irrupción en el catolicismo, que se produce
desde la avidez desplegada en las horas libres de la noche, cuando parece mucho
más profunda la duda sobre las propias fuerzas y la fertilidad de lo aprendido.
Merton relata conversaciones, acercamientos vacilantes a cualquier luz que le
prometa coherencia en el trayecto. Sin embargo, lo que en un principio parecía
liberación se vuelve jaula poco a poco.
La tristeza
ataca sin piedad al joven novicio en Getsemaní. El lugar no puede tener un
nombre más adecuado para definir la crítica supervivencia de Merton en el
monasterio. Acomplejado por sus querencias urbanitas, disconforme con un abad
autoritario y alejado de sus compañeros de hábito, muy diferentes a él en
orígenes y gustos, no termina de enraizarse en una orden que prosperó, en
parte, gracias al impacto de su obra. Tampoco su creciente compromiso social y
político, en la línea de las revueltas de los años sesenta, apuntala su
popularidad entre los sectores más conservadores de la Iglesia.
La amistad
con el sacerdote y escritor nicaragüense Ernesto Cardenal, de quien fue instructor
en el monasterio de Kentucky, le anima a considerar otras vías: crear una
fundación en América Latina u ordenarse cartujo fueron caminos posibles pero
prohibidos; el poeta acabó habitando una ermita en el terreno del monasterio, apartado
de la comunidad, pero siendo incapaz de abandonarla.
Carne y versiones
Por si esto
fuera poco, en 1966, tras someterse a una operación quirúrgica, conoce a Meg,
una enfermera que lo devuelve a la senda del amor carnal. Los titubeos son ya
insoportables. Pese a la súbita ruptura con esta mujer, Merton sabe que su
compromiso trapense naufraga y que debe encontrar rápidamente algo a lo que aferrarse.
El nombramiento de un nuevo abad, más proclive a comprender la personalidad del
poeta, facilita el permiso para que Merton viaje a Asia a impartir unas
conferencias.
Después de
un periplo provechoso en el que entra en contacto directo con el budismo (conoce
a su admirado Dalai Lama), muere el 10 de diciembre de 1968 en Bangkok. Lo
encuentran tendido en el suelo de su habitación, con una quemadura en el lado
derecho del cuerpo. Todo apunta a que falleció electrocutado por un ventilador roto.
Otros hablan de un infarto. Hay, incluso, teorías que denuncian un ataque de la
CIA para deshacerse de otro líder progresista después de los asesinatos de Robert
Kennedy y Martin Luther King.
Merton fue,
sobre todo, la encarnación de un vacío, lleno de inteligencia, permeable a la
sofisticación de la espiritualidad en la época menos espiritual de la historia.
Su obra refleja el anhelo de la revelación; de un porqué a tanta y tan temprana
soledad. Thomas Merton quiere fundirse en un absoluto de luz y sentido. En sus
‘Diálogos con el silencio’ lo expresa angustiosamente: “Son esa brecha y esa
distancia, Dios mío, las que me matan”.
* Artículo publicado el 28 de diciembre de 2018 en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés