El expolítico israelí
Shlomo Ben Ami -quien fuera embajador
de su país en España y ministro de Asuntos Exteriores- suele describir las
negociaciones con Arafat como “tomar sopa con un tenedor”. Para el diplomático,
cada cumbre internacional era un suplicio de buenas intenciones siempre con la
decepción como desenlace. Cuando parecía que el líder palestino abría espacio para
un acuerdo posible, cuenta Ben Ami (desde la perspectiva, claro, del Estado
judío), de pronto reculaba hacia sus posiciones originales, incapaz de comprometerse
con una paz valiente y prefiriendo lo malo conocido: el caudillaje.
Quizás, sea precisamente la habilidad para prometer y no dar la que
garantiza legislaturas largas. La política parece desvelarse como el arte de
obviar la gestión mientras se apuntala el cargo y la presencia del
representante público (una presencia interminable, despojada de atributos benéficos
y con la dosis justa de espectáculo) resulta ser la herramienta fundamental. Los
comportamientos gregarios, ligados a la proyección audiovisual, que alguna vez
fueron suficientes para ir avanzando por la senda del enchufe, chocan hoy, no
obstante, con la tendencia moralista de lo que llaman “las redes sociales”. No
basta, en definitiva, con un argumentario de ocasión para sobrevivir en esta
Europa prerrevolucionaria.
En lugar de atender las demandas eclécticas de una población cada vez
menos homogénea en ideología y gustos, la excepcionalidad que los partidos han cultivado
descansa irónicamente sobre programas férreos, actitudes maniqueas frente a las
que no caben medias tintas. Es por ese motivo por lo que las fuerzas políticas
que deberían encargarse de la defensa de las instituciones democráticas y del
estado de derecho parecen arrugarse y vacilar cuando los extremistas irrumpen
en el baile. Macron, en su larga confrontación con los ‘Chalecos Amarillos’, y Albert
Rivera, desde su colaboración con Vox, reproducen las tentaciones clásicas del
mando occidental. Puede que sea un simple problema de identidad; el centro no conoce
a sus votantes y tampoco sabe cómo resistir los huracanes de la cotidianidad parlamentaria.
La gestión de los resultados electorales en Andalucía, por ejemplo,
revela falta de cálculo. Ciudadanos duda ahora de su condición de partido
necesario para mantener vivo el espejismo constitucionalista. Aunque su
posición oficial es la del pacto “a dos” con el Partido Popular, lo cierto es
que el cambio de gobierno en la Junta exige la participación activa de Vox, un
nacionalismo español, perfectamente adecuado, como cabía esperar, a lo que sus
enemigos ridiculizan: toros, caza, Semana Santa y pulseritas.
Ciudadanos (el PP lleva tiempo lanzado hacia la
desmesura) le ha dado a Pedro Sánchez la oportunidad de desplegar su
inigualable cinismo. El presidente, que pacta con los supremacistas periféricos
y con la izquierda radical para completar su minoría, advierte de los peligrosos
extremos. Por su parte, Susana Díaz, acaso la principal adversaria del
‘sanchismo’ en el PSOE, sufre otra derrota. Nada ha quedado de sopa en el
tenedor naranja. Ni de socialdemocracia en España.
* Columna publicada el 23 de Enero de 2019 en El Diario Montañés
No hay comentarios:
Publicar un comentario