El 8 de junio de
1968, dos días después del crimen, el cadáver de Robert Kennedy fue conducido
en ferrocarril desde la catedral neoyorquina de San Patricio hasta el
cementerio de Arlington, cerca de Washington DC. En un vagón, junto al ataúd,
el fotógrafo Paul Fusco contemplaba el duelo de un país al que se le escapaba
otro pedazo de esperanza. Y disparó con su cámara para perpetuar a los estadounidenses
de todas las razas, credos y dineros que formaron junto a la vía, a lo largo
del trayecto, perfectamente firmes y dignamente derrotados, saludando en
silencio al paso del tren. La perspectiva de un cambio político profundo en los
coloridos sesenta parecía borrarse con la desaparición de otro Kennedy. Así lo
despedía el pueblo. Muchas gracias, Bobby, pero contigo tampoco ha sido
posible.
“La gente los amaba
porque fueron un poco mejores de lo que deberían haber sido”, afirmaba el
escritor Norman Mailer, cronista de aquel último viaje, reflexionando sobre el
atractivo del clan. Un poco mejores, tampoco mucho, pienso. Como sucede con
todos los mitos, las promesas son más jugosas cuando las vidas se interrumpen
demasiado pronto. Las figuras mesiánicas, sacrificio incluido, alegran los
relatos y engordan las canciones, pero son también peligrosas en su unanimidad.
Porque la unanimidad es siempre una mentira.
Sin embargo, la
renuncia a la ilusión partidista, en beneficio de la gestión gris de la
realidad, apenas atrae adeptos en una época dolorosamente marcada por la
inmediatez de la imagen y el tuit. Todos quieren jugar la carta de la pasión televisada.
Por lo tanto, ante este fenómeno cabría preguntarse si acaso no estamos equivocados
quienes preferimos algo más sólido y más adulto. Quizás no se trate, en
definitiva, de despreciar las querencias pop de la política, sino de dotar de
contenido este entramado mitinero.
Y es que uno mira a su
alrededor y ve a los Sánchez, Casado, Rivera, Iglesias y Abascal -por reducir
el escaparate a cinco productos- y no puede confiar en el origen divino del
poder. Los candidatos no son mejores de lo que deberían haber sido. Cabe la
posibilidad, incluso, de que sean peores o más defectuosos.
En la
política hay, no obstante, un elemento de dignificación que sólo se obtiene con
el ejercicio del cargo: el empaque del trilero reconvertido en útil representante
institucional. En España tuvimos a alguien “mejor de lo que debería haber
sido”: Adolfo Suárez. Su destino de joven oportunista en el Movimiento Nacional
supo quebrarlo, por lo menos, con el liderazgo democrático durante la
transición. Su hijo, impertinente legatario de su memoria, nos sale ahora con
lo del neandertal. Por lo tanto, nada garantiza que los jóvenes sucesores o los
delfines de los partidos hereden lo mejor de su parentela. La gracia política,
si tal cosa existe, se demostraría en los riesgos que se asumen, en el
compromiso con la sociedad del individuo honrado.
* Columna publicada el 3 de Abril de 2019 en El Diario Montañés
No hay comentarios:
Publicar un comentario