La crítica al
sistema liberal democrático que repiten, a un lado y a otro, los portavoces de
la excepción, tiene entre sus pretextos la supuesta caída del hombre
contemporáneo en la soledad más desangelada; en la intemperie de un mundo sin
asideros como consecuencia de la precariedad y el relativismo. Con la sociedad fragmentada,
con las familias empequeñecidas y dispersas, el individuo apenas sería capaz de
levantar la cabeza para encontrarse en la mirada del prójimo y propiciar así una
relación más allá de las necesidades económicas o de los intereses de la mera
supervivencia.
Es
un cuadro desolador. Según se denuncia, las élites -esa piñata colmada de votos
y conspiraciones- establecen una división de clases, a través de un lenguaje excluyente
y una agenda propia. Los partidos que brotaron de la crisis rescatando viejas
recetas totalitarias proponen un vuelco político que restablezca el orden reglamentado
para impedir el aislamiento y, de paso, el libertinaje. Por ese motivo conviene
estar alerta ante los románticos de los márgenes y los profesionales que hacen
de la crítica su canción del verano. Sobre todo, cuando se interpreta, con el
beneplácito de las instituciones, confiando en el entrismo como fórmula para la
erosión de los consensos. Precisamente este ha sido el caso de la vergonzosa
actitud de los comunicadores y militantes patrios tras el fallecimiento de Noa Pothoven, a los 17 años.
Como recordará el lector, lo primero que se supo de esta
adolescente holandesa es que estaba muerta. Es una forma curiosa de iniciar una
proyección mediática; supone, en definitiva, que su vida ha carecido de interés
hasta su extinción. Primero, los informativos y la prensa, con la ayuda de las
redes sociales, difundieron la noticia de que a la joven le habría sido
aplicada la eutanasia. La finalidad consistía en recuperar -a favor o en
contra- el debate de la muerte digna que, como es sabido, en España viene y va
como el Guadiana.
Más tarde, nos dijeron que Pothoven efectivamente
solicitó la eutanasia pero que había fallecido al dejar voluntariamente de
comer y de beber, tras una depresión a la que no veía remedio, provocada por
los abusos sexuales de los que fue víctima. La bronca previa entre aquellos que
ven en la eutanasia la prueba del inminente Apocalipsis y sus adversarios no
tenía a Pothoven como prima donna. Ella sólo era, por así decirlo, el campo de
juego.
Noa Pothoven acabó siendo, por consiguiente, una muchacha
de trágica biografía y pronto olvido. Cuando su caso demostró no ser funcional
para el discurso público, su memoria retornó a los límites de su hogar. Hoy es
una jovencísima suicida a la que nadie pudo prestar ayuda. Su decisión de
dejarse morir apela a los organismos que deberían velar por el bienestar de
todos. Quizás sea este un tema más aburrido que el de la eutanasia, pero
importante al fin y al cabo.
* Columna publicada el 26 de Junio de 2019 en El Diario Montañés