No
resulta fácil advertir el paso del tiempo en lugares rendidos a la quietud y a
la costumbre. El espacio familiar doma las miradas, convenciéndonos de la
repetición de los movimientos y de la necesaria fe en las fórmulas de siempre.
Únicamente los achaques y las canas -que irrumpen como los granos últimos de un
reloj de arena- despiertan la preocupación en el personal. Esto no va a ser
eterno.
Más
allá de las amenazas que todos sabemos, a pesar de que los territorios
permanecen en su aspecto infantil, a veces el paso del tiempo nos es
reconocible. Pienso en algún episodio que marca las vidas de las personas
concretas; aquellas que no se mueven en la lógica del poder ni de los medios. Se
trata de la posibilidad de la vejez y de la ruina, de las pérdidas y del compromiso
con el prójimo.
El mundo se vuelve
entonces hostil o, por el contrario -como canta la gran María Jiménez-, “más
amable, más humano, menos raro”. Y se vive su realidad más conscientemente aun
cuando otros prefieren inhibirse en el sueño emboscado; en la vigilancia a
cierta distancia prudente. Zhou Fengsuo,
uno de los líderes del movimiento que reclamó reformas democráticas en la China
de 1989, declaraba recientemente que a los protagonistas de aquella ilusión
frustrada “nos parece estar en un universo paralelo; una pesadilla que empezó
hace treinta años”.
Y es que la vida, a fuerza de repetirse en compañías simpáticas,
aperitivos y paseos, golpea en ocasiones con la potencia de la historia y
reclama de los individuos una implicación para la que, en general, nunca están
preparados. ¿Cómo podría estarlo Zhou Fengsuo, un joven estudiante de Físicas
en el Pekín de los ochenta? ¿O un alumno del primer curso de la carrera de
Historia como Wang Dan? Rebeldes impetuosos para los que las promesas en un
futuro de triunfo y libertad que completara políticamente la apertura económica
de la China comunista se disolvieron al mismo tiempo que su adolescencia.
Los principales cabecillas de la protesta van, poco a poco y en silencio,
alcanzando una madurez que no va a proporcionarles influencia o mando. Como
tampoco se lo proporcionó al premio Nobel de la Paz Liu Xiaobo, que murió
hace casi ya dos años de un cáncer diagnosticado demasiado tarde en una cárcel
de su país, y cuyo nombre es hoy tabú.
Es
en la cobardía de Occidente, cómplice del empuje económico de la China
contemporánea, donde se manifiesta el tiempo en toda su crudeza y su traición.
En las conciencias de nuestra juventud, amarrada a eslóganes prefabricados, no
hay espacio para el reconocimiento a quienes pelean por la libertad, contra la represión
de su estado y el compadreo de las democracias de festival. Al menos, cada
diez, veinte o treinta años, emerge el ejemplo de Tiananmen; de las esperanzas
y las derrotas de Tiananmen. Para nuestra vergüenza.
* Columna publicada el 12 de Junio de 2019 en El Diario Montañés
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